Trastornos de la alimentación: «Anorexias»

En una carta enviada a Wilhelm Fliess conocida como el «Manuscrito G», Freud hace una de sus primeras menciones al padecimiento que se conoce como «anorexia mental», haciendo una articulación de esta afección con la melancolía:

■■ El afecto correspondiente a la melancolía es el del duelo, o sea, la añoranza de algo perdido. Por tanto, acaso se trate en la melancolía de una pérdida, producida dentro de la vida querencial

■■ La neurosis alimentaria paralela a la melancolía es la anorexia. Me parece (tras una buena observación) que la famosa anorexia nervosa de las niñas jóvenes es una melancolía en caso de sexualidad no desarrollada. La enferma indicaba no haber comido simplemente porque no tenía ningún apetito, nada más. Pérdida de apetito = en lo sexual, pérdida de libido [1].



El término anorexia, que proviene del griego a/an —negación—, orégo —apetecer—, ya fue utilizado por los médicos de la antigüedad clásica desde Dioscórides a Galeno. Sorano por su parte, en su tratado ginecológico, asoció la anorexia con los caprichos de las embarazadas o con la menstruación [2]. La primera aproximación a la anorexia nerviosa se debe a Richard Morton, que en 1689, en su Ciencia de la consunción o estudios sobre la consunción, describe el caso de una mujer de 18 años, de una delgadez extrema, que se priva voluntariamente de la comida sin que se descubra ningún motivo somático para ello. En 1873 el psiquiatra francés Charles Ernest Lasègue publica un trabajo titulado «De l’anorexie hystérique», y el médico inglés William W. Gull en 1868 describió la mayor parte de los síntomas que se asocian hoy a la enfermedad, utilizando la expresión apepsia hysterica.

La anorexia plantea varios problemas clínicos. En primer lugar, el de si se trata de un síntoma o un síndrome asociado a algunas estructuras neuróticas o incluso psicóticas, si se consideran las distorsiones delirantes sobre la imagen propia del cuerpo, o perversas, o si en cambio se trata de una estructura particular, con entidad propia.

El sujeto anoréxico invierte toda su energía, sus actos, pensamientos, en un síntoma, la «comida». El síntoma «anoréxico» viene a encubrir otras problemáticas en juego en la constitución de un sujeto. Implica sustituir la pregunta sobre si «soy un hombre o una mujer», por la afirmación «no como porque soy anoréxico», que desemboca en terminar por desechar toda posibilidad de relación afectiva o sexual, como también se observa en el toxicómano, cuyo mundo gira en torno a la sustancia tóxica.

Las distorsiones delirantes de la imagen del cuerpo han llevado a algunos teóricos a considerar al fenómeno anoréxico dentro de los trastornos psicóticos, pero sabemos que la distorsión delirante de la realidad no es exclusiva de las psicosis. Lacan, refiriéndose a la anorexia mental, como así la llamaba, planteó aquellos casos en que la madre omnipotente no da lugar a que algo falte, donde la anorexia pasa a ser «un deseo de comer nada y no de no comer nada». Lacan puso en relación la anorexia mental, como así la llamaba, con la presencia de una madre «omnipotente», que no permite que nada falte a su hijo/a. En este caso, la anorexia pasaría a ser un deseo de «comer nada» y no de «no comer nada». El único modo que tiene el niño de que su madre todopoderosa fracase es «comiendo nada», y el niño pasa de este modo a ejercer el poder al precio de enfermar. En las anorexias, por lo general, hay una ausencia de la intervención del padre que ponga límite a la madre y le señale que no es todopoderosa, puesto que el padre también cayó bajo la sombra de la esposa-madre, pasando a ser un padre des-autorizado.

«(…) la anorexia mental no es un no comer, sino un no comer nada. Insisto—eso significa comer nada. Nada, es precisamente algo que existe en el plano simbólico. No es un nicht essen, es un nichts essen. Este punto es indispensable para comprender la fenomenología de la anorexia mental. Se trata, en detalle, de que el niño come nada, algo muy distinto que una negación de la actividad. Frente a lo que tiene delante, es decir, la madre de quien depende, hace uso de esa ausencia que saborea. Gracias a esta nada, consigue que ella dependa de él» [3].

 En relación al método psicoanalítico para el tratamiento de las diferentes neurosis, Freud afirma que:

«Del mismo modo que entre la salud y la enfermedad no existe una frontera definida y sólo prácticamente podemos establecerla, el tratamiento no podrá proponerse otro fin que la curación del enfermo, el restablecimiento de su capacidad de trabajo y de goce. Cuando el tratamiento no ha sido suficientemente prolongado o no ha alcanzado éxito suficiente, se consigue, por lo menos, un importante alivio del estado psíquico general, aunque los síntomas continúen subsistiendo, aminorada siempre su importancia para el sujeto y sin hacer de él un enfermo.» [4].

Resalta Freud que el procedimiento terapéutico «es, con pequeñas modificaciones, el mismo para todos los cuadros sintomáticos de las múltiples formas de la histeria y para todas las formas de la neurosis obsesiva», salvo en aquellas formas de histeria, como las anorexias, donde se impone la necesidad de mitigar con rapidez el síntoma, como es obvio, ya que la salud física del enfermo está gravemente perjudicada, para luego, o paralelamente al proceso de contención y recuperación del deterioro físico y las graves consecuencias de la inanición, instaurar poco a poco el trabajo analítico a través de la palabra. En estas primeras fases del tratamiento, la implementación de un dispositivo de acompañamiento terapéutico va creando las condiciones de posibilidad de un tratamiento psíquico diluyendo los estados de confusión mental y depresivos de inactividad.

Las complicaciones médicas que conlleva el rechazo alimentario —disminución de la densidad mineral ósea, complicaciones gastrointestinales, trastornos endocrinológicos, etc.— dan a esta problemática una complejidad añadida. El rechazo a alimentarse es un síntoma que puede presentarse en muchos casos —problemáticas fóbicas, obsesivas, psicosis, etc.— y en diferentes edades. En las manifestaciones anoréxicas se observa que la necesidad vital de alimentarse entra en contradicción con la conducta manifiesta, esto es, el deseo de comer nada del anoréxico, sobre todo «si el Otro que tiene claro lo que necesita se entromete y en lugar de lo que no tiene le atiborra con la papilla asfixiante de lo que tiene, es decir confunde sus cuidados con el don del amor» [5]. Lacan sentencia que el niño al que alimentan con más «amor» es aquel que rechaza el alimento y juega con ese rechazo como si fuera un deseo, y añade:

A fin de cuentas, el niño, al negarse a satisfacer la demanda de la madre, ¿no exige acaso que la madre tenga un deseo fuera de él, porque es éste el camino que le falta hacia el deseo? [6]

Si se consideran estos planteamientos e interrogantes que se abren sobre el deseo en la infancia, las incógnitas sobre la sexualidad, las necesidades y demandas de este período de la vida, el lugar del deseo materno y la eventual abstinencia del padre en ejercer su función como tal, el problema se presenta en toda su complejidad: buscar la causa desencadenadora de los trastornos de la alimentación en la influencia de la talla de la ropa que se publicita como proponen algunos enfoques médicos y psicológicos o limitarse a razones meramente estéticas para dar cuenta de los fenómenos anoréxicos —fenómenos que competen al territorio de las histerias o melancolías, donde siempre es el cuerpo sexuado lo que se esconde, difuminándose en la delgadez o en la gordura, tanto en los fenómenos anoréxicos como en los bulímicos— resulta por tanto desacertado o demasiado simplista.

Por tanto, para el tratamiento de estos fenómenos que implican un padecimiento claramente histérico, ¿es suficiente confrontar al anoréxico con su cuerpo reflejado en un espejo?; ¿el cuerpo frágil y delgado que «ve» el anoréxico es el mismo cuerpo que ve el médico y los terapeutas que lo observan?; ¿se puede convencer al paciente de que su vida está en peligro?; ¿tiene algún valor clínico el consejo nutricional? La multiplicidad de los procesos psíquicos en juego no se domeñan queriendo o forzando al anoréxico a que se alimente. Los pacientes con problemáticas anoréxicas mantienen sus «facultades mentales» intactas, es decir, responden a la que podríamos llamar lógica cotidiana, excepto en lo que respecta al alimento, por lo que es habitual que para un paciente de larga duración sus cercanos consideren normal que esté extremadamente delgado como si esto fuera una característica de su «personalidad» o estilo de vida, puesto que puede llegar, en muchos casos, un momento en que el paciente ya no transmite sufrimiento, o mejor dicho, no manifiesta verbalmente sufrimiento.

La anorexia la observamos como el rechazo de toda satisfacción, es decir, el mantenimiento persistente de un deseo insatisfecho a cualquier precio, consiguiendo así que ese deseo se mantenga eternamente vigente: «Cuando en alguna época de mi vida he alcanzado algo de peso y mejoró mi aspecto físico, sentí mucho miedo de que ese momento de satisfacción se acabara», verbalizó una paciente anoréxica en una sesión. La misma paciente afirmó en otra ocasión que con la desaparición de la menstruación había dejado de ser mujer, y por consiguiente de sentirse deseada, «lo que», añadió, «a veces me alivia».

Un síntoma, que cumple la función, entre otras, de mantener oculto un deseo inaceptable, es decir, satisfacer el deseo de mantener un deseo insatisfecho, puede ser considerado un signo —tal como lo contempla la medicina, por ejemplo, delgadez extrema como signo de anorexia— o puede ser considerado un significante a partir del cual el analista invitará al paciente que lo sufre a hablar sin ser cuestionado ni taponado con una explicación causalista circular —como por ejemplo: «Ud. no come porque padece anorexia»—, que fija al paciente en su síntoma, pasando este último a ser una seña de identidad, como pudiera ser la lengua que habla o el color de los ojos.

Una paciente relató en una sesión lo insoportable y desagradable que era para ella ver como su padre miraba los cuerpos de las mujeres por la calle; evidentemente no puede atribuirse a la mirada que su padre tenía sobre las mujeres el origen de un padecimiento anoréxico, pero la compleja red de elementos psíquicos alrededor de esa forma de mirar del padre o la significación de dicha mirada paterna que construyó la paciente puede ser una de las innumerables aristas sobredeterminadas —inconscientemente— del que podríamos llamar el fractal psíquico.

Los conceptos freudianos han sido erosionados de forma paulatina en ocasiones y torpe en otras por las propias autodenominadas escuelas psicoanalíticas. La aparente incomprensibilidad de algunos de dichos conceptos o el intento de vulgarizarlos para que lleguen al habla común, o el temor ante la feroz crítica de los aparatos de poder oficiales, ya sean éstos académicos o sanitarios, por la aparente falta de valor científico de los mismos, en un intento de congraciarse con dichos poderes por parte de algunas de las corrientes psicoanalíticas, han llevado a éstas a rechazar por ejemplo un concepto crucial como el de «pulsión de muerte», sin el cual cualquier práctica que pretenda enmarcarse dentro del «psicoanálisis» no es más que una psicoterapia centrada en la «psicología del yo» [7], que pretende reforzar a éste, a la llamada «auto-estima» del sujeto y que por tanto desconoce el inconsciente.

No se puede forzar a un paciente a que coma, esto sólo consigue que el paciente se revuelva y defienda con su propia vida el no querer estar satisfecho. En el empuje a la muerte, no solo biológica, que se manifiesta en la anorexia a través de un cuerpo asexuado, el sujeto anoréxico se comporta como si la anatomía no existiese, tal como ocurre en las parálisis motrices orgánicas e histéricas [8].


[1] Sigmund Freud. «Manuscrito G», Cartas a Wilhelm Fliess, Amorrortu, Buenos Aires, 1994, p. 98.

[2] Fuente Diccionario médico-biológico, histórico y etimológico, URL: http://dicciomed.eusal.es/palabra/anorexia.

[3] Jacques Lacan. «El falo y la madre insaciable», El seminario, libro 4: La relación de objeto, op. cit., p. 187.

[4] Sigmund Freud. «El método psicoanalítico de Freud», O.C., Biblioteca Nueva, p. 1006.

[5] Jacques Lacan. «La dirección de la cura y los principios de su poder», Escritos, Siglo XXI, México, 2001, p. 608.

[6] Ibídem.

[7] Con el nombre de «psicología del yo» se conoce a una corriente desviada del psicoanálisis que surge en los EE.UU. que considera al yo —que en realidad es el síntoma fundamental del sujeto— el centro de la vida anímica de los «individuos» en detrimento del ello, el superyó y por tanto del inconsciente.

[8] Sigmund Freud. «Estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas», O.C. p. 19.





Toxicomanías: «recaída» y «sobredosis»

El sujeto toxicómano

El sujeto que recurre a una sustancia con la ilusión de poder superar debilidades, un malestar o su impotencia ante las exigencias de la vida cotidiana, en lugar de liberarse de éstas, termina esclavizado a la droga. El adicto vive en un permanente malentendido, en ocasiones racionaliza su patología en términos de una ideología de vida, o mejor dicho de muerte, asumiendo un delirio diferente en su contenido al fenómeno que conocemos en las psicosis, pero similar en su estructura, si consideramos que el eje de un delirio reside en no responder al juicio de realidad.



En la búsqueda maníaca de placer, se daña, en la búsqueda de encontrar un sentido a la vida, se mata, en su afán de independizarse de los lazos sociales, vínculos simbióticos humanos no resueltos, se procura una simbiosis química, tóxica. En su intento de ser, vive como un no-ser, envuelto en una fantasía maníaca y omnipotente de vencer la finitud, de llegar a ser inmortal, fracasando en su búsqueda de una identidad propia; recurrir a la intoxicación para resolver conflictos internos, desemboca en ocasiones en actos delictivos para procurar la sustancia, estableciéndose de esta manera un modo psicopático y narcisista de existencia, donde sólo cuenta la propia necesidad, sin considerar ni la necesidad ni la seguridad del otro, que deja de ser un semejante.

Para el toxicómano el otro pasa a ser un instrumento, un medio, y cuando éste no responde a las demandas narcisistas, el sujeto adicto puede llegar a ponerse extremadamente violento, paranoico; para el toxicómano no existe el «no», no es un paciente, es im-paciente, es incapaz de tolerar las frustraciones, no puede esperar. En general a estos pacientes los «llevan» a un tratamiento, ya que perciben que «curarse» es un pésimo negocio, puesto que significa enfrentarse a todo aquello de lo que huyeron al recurrir al mundo mágico-ilusorio de las drogas: vivencias insoportables de vacío, depresión, impotencia, etc.

Es habitual observar el modo en que el toxicómano, en frecuentes ocasiones, intenta sabotear el trabajo terapéutico, por ejemplo pidiendo concesiones: por lo general, quiere que le dejen hacer lo que él quiere; cualquier medida terapéutica que vulnere su narcisismo, su posición o que signifique un límite a su goce paradójico, es resistido, burlado de todas las maneras posibles, en ocasiones con la complicidad de su propio entorno. Un momento crucial en el tratamiento es cuando el sujeto parece recuperar su capacidad de «vivir sin drogas», y vuelve a salir de la casa, del centro donde estuvo ingresado, etc., y debe volver a enfrentarse a las realidades y exigencias de la existencia, de la vida cotidiana, de las que huyó a través de las drogas. Ahí es cuando en muchas ocasiones se produce el fenómeno llamado de «recaída», cuando en realidad, si el sujeto vuelve a consumir, lo que sucedió en ese intervalo fue una suspensión temporal del consumo, y al no poder soportar los límites y exigencias de la vida cotidiana y el vínculo social, esto es, el compromiso como hombre, mujer, trabajador, etc., vuelve a refugiarse en la sustancia.

Cuando un sujeto se intoxica, vive de forma parcial o total la ilusión transitoria de ser otro, junto a la creencia imaginaria de que el consumo es controlable, que puede dejarlo cuando quiera. El sujeto no reconoce en el acto adictivo el daño que va produciéndose a sí mismo y cómo se va convirtiendo en un ser deteriorado, impotente física, sexual y psíquicamente. El tóxico produce una supresión artificial de un conflicto psíquico; cuando el efecto toxico desaparece, el sentimiento de vacío y de angustia reaparece, y la depresión melancólica resurge con características cada vez más devastadoras para el sujeto, que, bajo la creencia de que no está tomando la dosis letal, se va insensibilizando cada vez más ante las evidencias de su derrumbe. El acto impulsivo de consumo es percibido por el paciente como algo urgente, irrefrenable, determinado por un impulso irresistible de satisfacer su necesidad, incapaz de postergar. En las toxicomanías se manifiesta la impotencia y la angustia para tolerar la frustración: el toxicómano sufre un dolor insoportable en su psiquismo que lo lleva al consumo de tóxicos para eludir el mismo.

Recaída y sobredosis

Se habla comúnmente en el ámbito de la atención sociosanitaria, en las instituciones y entidades del sector y en el lenguaje común de la calle, de recaída y sobredosis. Quisiéramos, respecto al uso de estos términos, hacer algunos comentarios del por qué los consideramos erróneos y poco rigurosos. Cuando se habla de recaída se refiere a un sujeto que, habiendo pasado por un periodo de su vida recurriendo frecuentemente a la ingesta de drogas, sean estos fármacos legales o drogas prohibidas, y una vez realizado un tratamiento para frenar el consumo de los mismos, recurre nuevamente a los tóxicos. La recaída se refiere a la conducta, esto es, el acto de consumir, pero en el psiquismo, y esto es lo que habitualmente no se tiene en cuenta, la problemática que llevó al sujeto a consumir esas sustancias no se resolvió nunca, motivo por el que el sujeto «recae»: uno de los errores habituales en la práctica clínica, que la «recaída» pone en evidencia, es considerar que un sujeto por el sólo hecho de no consumir está curado.

Con el término «sobredosis» se hace referencia habitualmente a la muerte producida por un exceso de consumo de sustancias, leyéndose en los informes médicos y escuchando a los propios allegados del fallecido que «murió por sobredosis», como si fuera esa última dosis la que mató al sujeto, sin considerar toda la historia previa de consumo y derrumbe del mismo. El término sobredosis debería ser aplicado a aquel sujeto que nunca ha consumido, al menos con frecuencia e intensidad, y se excede una noche y fallece, ya que al que habitualmente consume no lo mata la «sobredosis», sino que él solo se viene matando hace tiempo.

La responsabilidad última del sujeto que consume evidentemente le pertenece, pero eso no quita que al decir que su muerte es por sobredosis, los cercanos y el entorno social se liberan de toda responsabilidad en el caso, atribuyéndosela en su totalidad al toxicómano. En cuanto a las campañas de prevención como acción comunitaria, una prevención orientada exclusivamente al objeto, a la propia sustancia, como anteriormente señalamos, termina siendo una promoción del mismo.





Toxicomanías: ¿estructura, síntoma, síndrome o enfermedad.

La simple observación de pacientes adultos muestra cómo éstos quedan de alguna manera «fijados» a la edad en que comenzaron a consumir, fenómeno observable a través de estados de provocación infantiles o mediante la búsqueda de complicidades, como se comprueba, por ejemplo, en el consumo de cocaína en los lavabos de locales públicos, donde surge una espontánea, aparente e «intensa» amistad en un intento desconcertante de «compartir» y que tan sólo dura hasta el momento en que amanece.

En el fenómeno de las toxicomanías la cuestión del llamado «diagnóstico diferencial» es muy delicada, ya que junto a los efectos tóxicos producto del consumo  pueden emerger trastornos psíquicos funcionales, tales como una pseudo-perversión producto de la desinhibición que provoca la sustancia, hasta una cuasi-psicosis, ataques de pánico, etc., estos es, las drogas pueden producir ciertos efectos propios de cuadros psicóticos con alucinaciones auditivas, visuales, etc. También se observan situaciones donde el sujeto presenta una pérdida de la realidad producto de un proceso psíquico previo y utiliza la droga para atribuir a ésta dichas sensaciones. Algunos enfoques médicos y psicosociales que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de la «drogodependencia», al no considerar el concepto de psicoanalítico de inconsciente, rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura psicopatológica propia del sujeto y estandarizada en los manuales psiquiátricos.

La toxicomanía es una constelación sintomática —que puede presentarse tanto en las neurosis, las psicosis, como en las perversiones— extremadamente compleja que no puede aislarse y ser tratada como una enfermedad en sí misma. Al tratarla de este modo, las técnicas terapéuticas más habituales pueden llegar a considerar que si el «paciente» no consume estaría curado, equiparando de esta manera los procesos psíquicos insondables con la conducta observable; este punto de vista sería difícil de sostener cuando se producen las llamadas —a nuestro criterio erróneamente— «recaídas».

Este enfoque terapéutico centrado en el fenómeno observable sitúa las intervenciones terapéuticas —desintoxicación, metadona, fármacos— en el mismo plano que la sintomatología que presenta el sujeto, como sucede con la ingesta de antidepresivos, donde el psicofármaco ataca al síntoma y de esta manera pasa a formar parte de la patología, lo que implica por ejemplo que, si el sujeto olvida la toma del antidepresivo que le fue prescrito y de repente se percata del olvido, termine deprimiéndose.

Bergeret nota [1. Jean Bergeret, La personalidad normal y patológica, Gedisa, Barcelona, 1980.] plantea que no existe ninguna estructura específica de las adicciones, ya que éstas serían una tentativa de defensa y de regulación contra las deficiencias. Este autor afirma haber encontrando en sus investigaciones signos semejantes en las toxicomanías y en los estados límites (borderline). En cualquier caso consideramos más pertinente hablar de toxicomanías que de drogodependencias o adicciones, puesto que más que una dependencia de una sustancia se observa en los pacientes una tendencia maníaca a intoxicarse.





Toxicomanías: el malestar en la adicción

La toxicomanía precipita un saber y causa una prisa por concluir  [1. Silvie Le Poulichet, Toxicomanías y psicoanálisis, Amorrortu, Buenos Aires, 1990.]

Sylvie Le Poulichet.

Definiciones de «drogodependencia»

Existen múltiples definiciones de drogodependencia, entre ellas podemos citar la de la O.M.S. que la considera un «estado psíquico y a veces físico, resultante de la interacción de un organismo vivo y una droga, caracterizado por un conjunto de respuestas de comportamiento que incluyen la compulsión a consumir la sustancia de forma continuada con el fin de experimentar efectos psíquicos o en ocasiones evita la sensación desagradable que su falta ocasiona» [2. O.M.S., Glosario de términos de alcohol y drogas, Ministerio de Sanidad y Consumo, Madrid, 2008.]



Por su parte, el DSM-IV considera la drogodependencia como «una categoría diagnóstica que se observa por la presencia de signos y síntomas cognitivos, conductuales y fisiológicos que señalan que el individuo ha perdido el control del uso de sustancias psicoactivas y las sigue consumiendo a pesar de las consecuencias negativas», pasando a enumerar los criterios para establecer el diagnóstico de dependencia de sustancia por la presencia de diversos signos por un período continuado de doce meses, entre ellos:

  • Abstinencia
  • La sustancia es consumida por un período mayor del que se pretendía
  • Existencia de un deseo persistente o esfuerzos infructuosos de controlar o interrumpir el consumo.
  • Empleo de mucho tiempo en actividades relacionadas con la obtención de la sustancia.
  • Reducción de importantes actividades sociales, laborales, recreativas debido al consumo.
  • Consumo a pesar de tener conciencia de problemas psicológicos o físicos recidivantes o persistentes que parecen causados o exacerbados por el consumo.

La presencia de tres de estos síntomas durante un periodo mínimo de un mes permite efectuar el diagnóstico de dependencia de sustancias, abordando ambas definiciones la cuestión descriptiva de la conducta de consumo. Al igual que ocurre con otros trastornos relacionados con sustancias, la adicción se acompaña a menudo de otros trastornos psiquiátricos: unos siguen al inicio del consumo adictivo, como los trastornos del estado de ánimo, y consumo de alcohol, otros parecen ser previos, como trastornos de ansiedad, trastorno de la personalidad, déficit de atención. Los estudios clínicos sobre comorbilidad señalan que los trastornos asociados más frecuentes son:

  • Trastorno depresivo mayor.
  • Trastornos bipolar tipo II.
  • Trastorno ciclotímico.
  • Trastornos de ansiedad.
  • Trastorno antisocial de la personalidad.

Con lo cual hay un momento previo a la adicción, y unos efectos producto de ella, tal como lo reflejan los manuales DSM-IV. La presentación simultánea de patología psíquica y adictiva es lo que se ha denominado «patología dual», donde tanto la patología psiquiátrica como la adictiva pueden ser causa o resultado de la otra.

Intervenciones interrogadas

Toda intervención clínica estará relacionada con la concepción que se tenga de los términos «salud» y «enfermedad»: las estrategias terapéuticas nunca van separadas de los presupuestos conceptuales o ideológicos que las sostengan. Una idea extendida en la práctica sanitaria sostiene la necesidad de dar una solución práctica y rápida a la enfermedad. Con respecto a las toxicomanías, las prácticas clínicas cuyo soporte epistemológico es la teoría psicoanalítica buscan restituir un lugar a la subjetividad destituida en el sujeto toxicómano, esto es, «dar la palabra» al sujeto, siguiendo la concepción hipocrática de establecer un diálogo clínico con el paciente, lo que implica la «construcción» del diagnóstico entre médico y paciente, a través de la escucha y la circulación de la palabra que, en el caso, por ejemplo, de los pacientes toxicómanos, se interrumpió o no se produjo nunca. En todo malestar psíquico, el recurso exclusivo a anestésicos y lenitivos estandarizados, que en un principio calman o alivian el dolor psíquico o físico, no permite por sí solo esta restitución de la subjetividad, al no contemplar la singularidad de cada caso.

Los enfoques terapéuticos, que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de consumo, al no considerar el concepto de inconsciente rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura en sí, sin considerar que tras de él subyace un síntoma psíquico y social complejo. No podrá producirse ningún efecto «terapéutico» mediante la insistencia en decir a un paciente que deje de consumir drogas, ni mucho menos será de utilidad alguna prevenirle de lo perjudicial que puede resultarle consumirlas, ya que sabemos que la prevención de aquello que obviamente puede llegar a ser perjudicial, es decir, impulsar su evitación, opera inconscientemente en el mismo nivel discursivo que el de la promoción.

¿Pero cómo trabajar terapéuticamente con un sujeto frágil que tras un semblante de dominio, de control omnipotente, encontramos que es incapaz de lidiar con la angustia del existir, imposibilitado de tolerar la espera? Generalmente, hay un tiempo prolongado, entre esos primeros indicios de debilidad, esto es de consumo, y la respuesta y reconocimiento de los episodios de consumo por parte del entorno familiar, social, escolar, etc.; a las familias por lo general les cuesta asimilar la situación, es decir, aceptar que aquello que han visto fuera de su núcleo familiar, en la calle, en los medios de comunicación, les esté ocurriendo a ellos.

El malestar contemporáneo

Las adicciones constituyen un síntoma social, que pone en evidencia un padecimiento personal y las condiciones del malestar en nuestra cultura. Todos somos adictos en potencia; las sustancias «generadoras» de adicción revisten una serie de atractivos desde los más «licenciosos» a los más «virtuosos»: alcohol, sexo, drogas, las nuevas tecnologías y sus objetos de consumo, etc. La civilización va dejando grietas ante las cuales los sujetos no siempre pueden responder de la mejor manera. La pregunta que surge aquí sería: ¿qué elementos personales, sociales y familiares están en juego para que algunos sujetos se tornen consumidores en exceso y pasen a ser adictos?

El discurso social a través de sus medios publicitarios nos habla del bienestar obtenido por el «objeto adecuado» para satisfacer cualquier necesidad, en este sentido el toxicómano está en la delantera de una sociedad concebida para satisfacer paradójicamente el principio del placer (inmediato), cortocircuitando la palabra, el trabajo, el amor, el deseo, el reconocimiento del otro. Mientras el sujeto está incorporado a la maquinaria social productiva, por ejemplo, el drogadicto «ejecutivo» que puede pagar su droga o el que toma antidepresivos sin control y puede continuar sus actividades cotidianas, la problemática permanece oculta, en silencio. Cuando un sujeto consume sustancias (estimulantes, antidepresivos, alucinógenos, etc.), cree obtener algo que potencia su relación con el goce.

Ser hoy «anoréxico», «bulímico», «toxicómano», da una identidad al sujeto, al precio de un estrago en la vida. El sujeto cree que puede sostener esa falsa identidad así como cree en la posibilidad de que hay un «control» en el consumo. Sin embargo, el toxicómano no es aquel que ha perdido dicho control, sino un sujeto que ha renunciado a responder sobre las consecuencias de sus actos, que ha renunciado a preguntarse si existe otra posibilidad que no sea la de obedecer al imperativo de consumir; el toxicómano con la etiqueta pertinente («soy cocainómano») enarbola una identidad que posee el valor de una máscara, un simulacro, que debería desmontarse en el transcurrir de un trabajo terapéutico, para que las verdaderas preguntas que el paciente no supo formular se produzcan y sean escuchadas. Ningún grupo o estrato social es exclusivo de las adicciones: las clases bajas «recurren» a ellas por la falta de contención social y perspectivas de futuro, ya que al estar «fuera» del sistema parece necesario anestesiar el dolor de una no-existencia. Por su parte las clases altas recurren a la adicción en «búsqueda de emociones». La problemática de los padecimientos psíquicos, y de la toxicomanía entre ellos, interroga a los diferentes discursos y saberes sociales: al jurídico, al médico, al sociológico y principalmente al económico-político de la sociedad.

Si consideramos el consumo como una tentativa de defensa y de huída, encontramos en las toxicomanías síntomas como angustia, tristeza, depresión, sentimientos de vacío, pasajes al acto (gestos autolíticos, autoagresiones), conductas antisociales, estados psiquiátricos confusionales, entre otros, muchos de ellos previos a cualquier consumo. Cuando emergen, el sujeto recurre al efecto tóxico que le proveen la drogas, ya que estas sustancias apaciguan o previenen el dolor, produciendo euforia y estimulación. Las drogas causan en quien las consume una inflación sin valor del narcisismo y le impiden a su vez percatarse del progreso de autodestrucción en el que se adentra. Destacando los aspectos maníacos del consumo, la droga es empleada como una defensa permanente contra el dolor. Así encontramos una relación de la adicción con los estados melancólicos y el posterior acto maníaco de consumo, que desemboca en la adicción, sin dejar de considerar los diferentes efectos neurofisiológicos propios de cada sustancia. Podemos decir que con el (ab)uso de sustancias se intenta modificar un estado de ánimo o transgredir una realidad (psíquica) percibida como intolerable.





«Freudomarxismo»: ¿un proyecto epistemológico imposible?

El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia[1].

En la introducción a Psicología de las masas y análisis del yo, Freud resalta que no hay oposición entre psicología «individual» y psicología «social», es decir, no puede estudiarse y analizarse el comportamiento de un sujeto aislado sin contemplar las relaciones sociales en la que está inmerso.

Sabemos que los modelos psicoterapéuticos predominantes se centran en el tratamiento del «individuo» con técnicas de modificación o reforzamiento de conductas, o en el caso de las prácticas psiquiátricas éstas se limitan a prescribir fármacos a los pacientes con el objeto supuesto de reducir o eliminar síntomas «mentales» como si fuesen éstos una exclusiva producción propia y aislada de los mismos o incluso de origen neurogenético.

Freud vino a descubrir que el sujeto está alienado a una instancia psíquica sobredeterminada por el entorno —que llamó superyó—, el lenguaje, las relaciones familiares y por la sociedad, instancia que lo constriñe en sus legítimos deseos, siendo labor del análisis, entre otras, posibilitar al «padeciente» vislumbrar o articular un discurso sobre dicha alienación socialmente construida pero que internamente, es decir, psíquicamente él mismo ejecuta y sostiene, para desprenderse en cierto grado de ella.

El párrafo anteriormente citado es el siguiente:

La oposición entre psicología individual y psicología social o colectiva, que a primera vista puede parecernos muy profunda, pierde gran parte de su significación en cuanto la sometemos a un más detenido examen. La psicología individual se concreta, ciertamente, al hombre aislado e investiga los caminos por los que el mismo intenta alcanzar la satisfacción de sus pulsiones, pero sólo muy pocas veces y bajo determinadas condiciones excepcionales, le es dado prescindir de las relaciones del individuo con sus semejantes. En la vida anímica individual, aparece integrado siempre, efectivamente, «el otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado[2].

Por su parte, en las Tesis sobre Feuerbach, en concreto en la sexta, Marx resalta que la esencia humana no es una abstracción inseparable de los individuos sino es en realidad la suma de las relaciones sociales:

Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:

1) A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado.

2) En él, la esencia humana sólo puede concebirse como «género», como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos[3].

Para Marx las clases sociales son definidas en función de la propiedad de los medios de producción, que dependerá del modo de producción de cada época y sociedad. Las clases sociales estarán enfrentadas explícita o implícitamente, y dependiendo de la conciencia que tenga de ello, la clase sometida podrá enfrentarse a la opresora para poner fin a la explotación y servidumbre que padece. Para ello es necesario un asentimiento subjetivo de la posición de opresión en la que se encuentra, sin ello cualquier posibilidad de emancipación será imposible, ya que la clase opresora nunca abandonará su posición de privilegio sin más. Aquí podemos vislumbrar un primera articulación probable entre psicoanálisis y marxismo: es decir, por un lado, la liberación de los síntomas psíquicos que producen sufrimiento compete a la labor psicoanalítica y por otro, la liberación de la clase oprimida, a la labor política emancipatoria tal como propone el marxismo.

La práctica psicoanalítica permite descubrir la acción patógena y alienante de la familia patriarcal y de la sociedad, que a su vez ofrece un sistema social donde las condiciones de vida (salud, educación, vivienda, trabajo) requieren ser transformadas radicalmente. Wilheim Reich[4] en un formidable texto, señala la paradoja que representa que los sujetos a pesar de la situación de explotación en la que se encuentran no lleguen a desarrollar una conciencia de la misma y tratar de poner fin a dicha situación, sino por el contrario, se comportan sumisamente renunciando a sus propios intereses. Desde un punto de vista racional podría esperarse que las masas trabajadoras empobrecidas desarrollaran una conciencia aguda de su situación social y trataran de poner fin a la misma, pero esto en escasas ocasiones históricas sucede:

(…) la divergencia entre la situación social de las masas trabajadoras y la conciencia que ellas tienen de esta situación conduce, no a un mejoramiento, sino a una deteriorización de su condición social. Fueron precisamente las masas empobrecidas las que ayudaron a la instalación en el poder del fascismo, es decir, de la reacción política más despiadada.

Y continúa:

(…) Si el empobrecimiento de las masas no ha conducido a una convulsión en el sentido de la revolución social, si lo que ha surgido de la crisis son, para decirlo objetivamente, ideologías opuestas a la revolución, el desarrollo de la ideología de las masas a lo largo de los años críticos, para emplear la terminología marxista, ha inhibido el «desarrollo de las fuerzas productivas», así corno la «solución revolucionaria de la antinomia entre las fuerzas productivas del capitalismo monopolista y su modo de producción».

Vemos de este modo que las situaciones económicas e ideológicas de las masas no tienen por que coincidir y que incluso puede haber entre ellas una divergencia notable. La situación económica no se traslada inmediata y directamente a la conciencia política; si ello fuera así, la revolución social se habría realizado hace mucho tiempo. ¿Pero para qué los sujetos sacrifican sus intereses y deseos ante la evidencia de sus condiciones materiales de existencia si lo único que tienen por perder son sus propias cadenas?

Marx inaugura una praxis teórica y política que proyecta cambiar el mundo, analizando los factores históricos que marcan su rumbo, para permitir que los sujetos del cambio, es decir, la clase explotada, tomando conciencia de los mecanismos de su explotación y de control político e ideológico, se organicen, desplieguen una estrategia para la toma del poder y cambien las relaciones de producción y dominación vigentes.

Freud por su parte inaugura también una praxis teórica y clínica que proyecta transformar al sujeto, creando en el espacio analítico las condiciones para poder tomar conciencia de su enajenación y posibilitarle enfrentar con mayor lucidez y ánimo una realidad ambigua, que tan pronto se ofrece cómplice de sus pulsiones erráticas que promete satisfacer sin límites, como de sus ideales y ambiciones desorbitados. Pero ¿en qué medida el éxito de una empresa emancipatoria, la de Freud, depende del éxito de la otra, es decir la de Marx?.

El proyecto de un encuentro entre ambas praxis parece ya imposible: los «marxistas» consideran a los psicoanalistas pertenecientes en su mayoría a la pequeña burguesía (lo cual en gran medida es cierto), y que no forman parte de las fuerzas productivas sino de las restauradoras de la fuerza de trabajo, por tanto cómplices de la clase explotadora. El campo del psicoanálisis a su vez está dividido en múltiples grupos, corrientes y desviaciones lejanas del proyecto original freudiano, muchos de ellos aislados en un limbo que los refugia del «malestar de la cultura». El campo del «marxismo» por su parte disperso en partidos y organizaciones predominantemente reformistas y socialdemócratas que apuntalan el sistema que dicen combatir, alejadas también del proyecto nacido con el Manifiesto de 1848.

Si como señala Armando Suárez, el Manifiesto del Partido Comunista y El Capital, intentan responder ¿cómo, por qué y en qué medida las sociedades cambian?, Freud en El malestar en la Cultura y en Más allá del principio del placer viene a decirnos ¿por qué, cómo y para qué las sociedades (los sujetos) no cambian y se resisten a hacerlo pese al malestar que soportan?[5]

Los límites del psicoanálisis son claros, tal como el propio Freud expresó: liberar al sujeto de su miseria histérica, para que pueda hacer frente en cierta medida a la miseria histórica propia de los miembros de una sociedad injusta, explotadora y enajenante, de la que todos, en distinta proporción somos víctimas y cómplices.

Repetidamente he oído expresar a mis enfermos, cuando les prometía ayuda o alivio por medio de la cura catártica, la objeción siguiente: -Usted mismo me ha dicho que mi padecimiento depende probablemente de mi destino y circunstancias personales. ¿Cómo, no pudiendo usted cambiar nada de ello, va a curarme?- A esta objeción he podido contestar: -No dudo que para el Destino sería más fácil que para mi curarla, pero ya se convencerá usted de que adelantamos mucho si conseguimos transformar su miseria histérica en un infortunio corriente.”[6]

En un certero artículo Rafael Poch de Feliu hace mención al comentario de un periodista de prestigio en el que éste atribuye la caída de la URSS al crucial papel que Margaret Thatcher tuvo en la misma, a la figura del papa Juan Pablo II, a Ronald Reagan y su “guerra de las galaxias” o a los nacionalismos como factores decisivos[7], ignorando de este modo la primacía de factores internos a la propia URSS y su proceso de implosión gestado desde décadas. Del mismo modo podemos pensar que quien más daño ha hecho al psicoanálisis, que parece en retroceso práctico-clínico, ya que en el académico en nuestro país nunca tuvo un lugar significativo, no son agentes externos, a saber, las terapias cognitivo-conductuales ni las farmacéuticas, sino los propios sujetos, una gran mayoría de ellos, entre los que me incluyo, que se consideran psicoanalistas y que ejercen y han ejercido la profesión; de forma paralela quien más daño ha hecho al marxismo son los propios dirigentes que en su nombre y en el de sus organizaciones y partidos se han encargado de mutilar el proyecto marxista y socialista fortaleciendo en consecuencia al sistema de explotación capitalista imperante.


[1] Karl Marx, «Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política» Siglo XXI, México, 1980.

[2] Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, Alianza, Madrid, 2003, p, 7.

[3] Karl Marx, «Tesis sobre Feuerbach», Obras Escogidas, Editorial Progreso, 1980.

[4] Wilheim Reich, Psicología de masas del fascismo, Editorial Ayuso, Madrid, 1972.

[5] Armando Suárez, «Freudomarxismo: pasado y presente», en Razón, locura y sociedad, VV.AA., Siglo XXI Editores, México, 1978, p. 162.

[6] Sigmund Freud, «Estudios sobre la histeria», Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1996.

[7] Rafael Poch de Feliu, «La disolución de la URSS», en: https://rafaelpoch.com/2017/12/06/la-disolucion-de-la-urss/




Psicoanálisis y Marxismo

El difícil y necesario encuentro entre dos pensamientos científicos, conjeturales y revolucionarios.

El «freudomarxismo» es un movimiento ideológico y crítico protagonizado por un grupo no organizado de psicoanalistas de la llamada segunda generación que desplegó su actividad en el ámbito cultural y político austro-alemán entre 1926 y 1933. Su proyecto histórico común fue la integración de la teoría y de la práctica psicoanalítica al materialismo histórico y a las luchas y reivindicaciones del movimiento obrero.



Los protagonistas del movimiento inicialmente fueron:

Sigfried Bernfeld (1892-1953).

Wilhelm Reich (1897-1957)

Otto Fenichel (1898-1946)

Erich Fromm (1900-1980)

A ellos se unirían en diversos momentos y con distintos grados de afinidad y compromiso otros psicoanalistas: Paul Federn, Annie Reich, Richard Sterba y Georg Simmel, entre otros. [1]

Podemos decir que las ciencias sociales académicas se han vuelto paulatinamente ahistóricas: en filosofía no se estudia a Hegel; en psicología se ignora a Freud; en ciencias de la economía se hace lo mismo con Marx.

Quienes promueven y apoyan esta postura académica la consideran señal de «progreso» y «vitalidad intelectual», ya que de este modo se da lugar a «nuevas propuestas» teóricas. Aquí consideramos dichas propuestas como pre-hegelianas, pre-freudianas y pre-marxistas.

Los enunciados que sustituyen u ocultan a estos pensadores por considerarlos «superados» con las nuevas consignas de pensamiento bajo la aparente intención de subvertir el orden imperante en realidad lo consolidan reformándolo, maquillándolo.  

Los rasgos comunes a ambos movimientos serían:

a) De propósitos: el psicoanálisis y el materialismo histórico son teorías críticas desmitificadoras de las ilusiones de los sujetos en el caso de Freud, de las ideologías, en el de Marx y emancipadoras en ambas: del neurótico reprimido y del proletario explotado y oprimido.

b) De medios: toma de conciencia de los mecanismos psíquicos opresores que obligan a lo reprimido a retornar como síntomas, autoengaño, sufrimiento; toma de conciencia de las relaciones de producción opresoras que mantienen a la clase trabajadora en la explotación, el sometimiento y la miseria, recuperando el sujeto el dominio sobre lo que lo enajena.

c) De método:

Materialista. El motor último de la historia individual serían las pulsiones (Freud) y de la historia social, la producción de los medios de satisfacción de las necesidades humanas (Marx).

Dialéctico. Lucha de contrarios, pulsiones y defensas psíquicas (Freud); lucha de clases: explotadores y explotados (Marx).

Histórico. Destinos de las pulsiones determinados por las diversas frustraciones que jalonan la historia infantil hasta culminar en el drama edípico (Freud); destinos de la humanidad por la sucesión de los diversos modos de dominación y explotación (Marx).

d) De Modelos.

Tópico. Inconsciente-Preconsciente-Consciente y Ello, Yo y Superyó (Freud); y por la infraestructura económica-superestructura ideológica-política (Marx).

 Dinámico. Pulsiones antagónicas: Pulsión de Vida y Pulsión de Muerte (Freud); lucha de clases (Marx).

 Económico. El psicoanálisis plantea la hipótesis según la cual los procesos psíquicos consisten en la circulación y distribución de una energía cuantificable —energía pulsional—; aquí nos remitiremos a la carta que Engels envió a Bloch para referirnos al valor de lo económico para el materialismo histórico:

Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta —las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas— ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades (es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella), acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado [2].

Freud no llegó a tener un conocimiento verdadero del materialismo histórico, aunque si hizo algunas reflexiones sobre la revolución bolchevique y su valorado intento de establecer un sistema igualitario en la Rusia dominada hasta entonces por el régimen feudal zarista, pero consideró estéril dicha empresa revolucionaria ya que, afirmaba, la esencia de la agresividad humana no residía en la propiedad privada y que con sólo abolir a ésta no sería suficiente para los sujetos convivan en paz y armonía, sino que habría otros factores que dominan la esencia del alma humana e impiden alcanzar dicha armonía tal como señala en una carta dirigida a Albert Einstein:

Los bolcheviques esperan que podrán eliminar la agresión humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Yo creo que eso es una ilusión [3].

Hipótesis que desarrolla en otro texto:

Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza. La posesión privada de bienes concede a unos el poderío, y con ello la tentación de abusar de los otros; los excluidos de la propiedad deben sublevarse hostilmente contra sus opresores. Si se aboliera la propiedad privada, si se hicieran comunes todos los bienes, dejando que todos participaran de su provecho, desaparecería la malquerencia y la hostilidad entre los seres humanos. Dado que todas las necesidades quedarían satisfechas, nadie tendría motivo de ver en el prójimo a un enemigo; todos se plegarían de buen grado a la necesidad del trabajo.(…) Es verdad que al abolir la propiedad privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos. Sin embargo, nada se habrá modificado con ello en las diferencias de poderío y de influencia que la agresividad aprovecha para sus propósitos; tampoco se habrá cambiado la esencia de ésta. El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa. (…) En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las comunidades vecinas, y aun emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan entre sí, como, por ejemplo, españoles y portugueses, alemanes del Norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias, aunque tal término escasamente contribuye a explicarlo [4].

El proyecto histórico «freudomarxista» impulsado principalmente por Wilheim Reich y Otto Fenichel fue abortado por el surgimiento del nacionalsocialismo alemán. La adscripción de Reich al Partido Comunista no ayudaba tampoco en su intención de acercar el movimiento psicoanalítico al marxismo, ya que la comunidad psicoanalítica intentaba eludir el ataque del fascismo que destruyó la editorial así como la propia sociedad psicoanalítica vienesa. A causa de ello la mayoría de los analistas tuvieron que exiliarse y el psicoanálisis freudiano fue proscrito, no así la corriente fundada por Jung ni la de Adler. Tras la segunda guerra mundial EE.UU. se convirtió en el epicentro del movimiento psicoanalítico, eso si, un psicoanálisis con un enfoque radicalmente diferente al freudiano, a saber, poniendo el acento en la normalización y la adaptación del sujeto, desarrollando una psicología centrada en el «yo», y mientras en los países de la órbita soviética era oficialmente rechazado el psicoanálisis por ser una  «ciencia que exaltaba los valores de la burguesía», el psicoanálisis devino en tierras estadounidenses en una simple sirvienta de la psiquiatría, tal como predijo Freud:

¿Qué vientos infortunados lo han impulsado a usted, justamente a usted, hacia las costas de Norteamérica? Bien podía haber previsto con cuánta amabilidad los analistas profanos son recibidos allí por esos colegas nuestros para quienes el psicoanálisis no es sino una sierva de la psiquiatría [5].

La operación de desvirtuación del psicoanálisis operada por los «psicólogos del yo» (Hartmann, Kris, Loewenstein, Rappaport) produjo un efecto de devaluación de la teoría freudiana, reduciéndola a una simple suma de técnicas adaptativas y de fortalecimiento del yo del sujeto, propio de la ideología predominante en EEUU. y en las psicologías y psiquiatrías del resto de occidente. Mientras el fascismo en Europa (Alemania, Austria, España, Italia) provocó el exilio de gran parte de la comunidad psicoanalítica con un efecto devastador para esta disciplina, como aún podemos observar en España, a pesar de la llegada en los años 80 de discípulos sudamericanos de aquellos pioneros que tuvieron que exiliarse en la Argentina, México, Venezuela… Este segundo exilio de la comunidad psicoanalítica hizo el camino inverso, esta vez a consecuencia de la persecución que las diferentes dictaduras fascistas en Sudamérica llevaron a cabo contra el grupo de psicoanalistas críticos y comprometidos, no así a aquellos grupos que se acomodaron, como suele ocurrir, a los nuevos tiempos regidos por los militares fascistas.

Años antes, Lacan aportó un modelo teórico, a nuestro modo de ver, brillante para dar cuenta de las estructuras psicóticas y perversas ampliando el valor epistemológico del psicoanálisis freudiano pero también, posteriormente, realizó un ejercicio especulativo de sistematización de las «lógicas del inconsciente», con modelos pretendidamente matemáticos y topológicos que irritarían a cualquier iniciado en las ciencias exactas, en el marco de un proyecto de formulación algebraica de una teoría del inconsciente inundada de terminología críptica que a pesar de pretender ofrecerse por un sector de sus discípulos como un nuevo marco conceptual en los años noventa situándose a la izquierda de Lacan, creemos que no ha aportado demasiado para aclarar el camino a un diálogo con el materialismo histórico y con los discursos emancipatorios, todo lo contrario, lo ha oscurecido aún más si cabe, desde una posición explícitamente declarada «postmarxista» por sus propios impulsores.


[1] Armando Suárez. «Freudomarxismo: pasado y presente», en Razón, locura y sociedad, VV.AA., Siglo XXI Editores, México, 1978, p. 142.

[2] Friedrich Engels. Carta a J. BLOCH, Londres, 21 de setiembre de 1890 en: https://www.marxists.org/espanol/m-e/cartas/e21-9-90.htm

[3] Sigmund Freud. «El porqué de la guerra», Carta a Albert Einstein, septiembre de 1932, Obras Completas, Biblioteca Nueva, 2006, p. 3207.

[4] Ídem. «El malestar en la cultura», Obras Completas, Biblioteca Nueva, 2006, p. 3047.

[5] Ídem. «Tres cartas a Theodor Reik», Carta del 3 de julio de 1938, Obras Completas, Biblioteca Nueva, 2006, p. 3427.




Familia, Revolución Industrial y Salud Mental

El lugar de la familia en las problemáticas psíquicas

El territorio que compete a la “psiquiatría” y a la llamada “salud mental” contiene al menos cuatro ejes que requieren un análisis institucional propio de:

■■ Instituciones asistenciales: hospitales generales, psiquiátricos, centros asistenciales ambulatorios, comunidades terapéuticas, pisos tutelados, etc.… (muchas de ellas ya pertenecientes al ámbito de lo privado, los espacios “concertados”) y sus agentes, psiquiatras, psicólogos, asistentes y trabajadores sociales…

■■ Instituciones jurídicas: implicadas en las decisiones de incapacitación, tutelas, ingresos forzosos, discapacidades psíquicas, curatelas: jueces, abogados…

■■ Instituciones académicas: universidades, facultades, colegios profesionales, responsables de la formación de los trabajadores sanitarios y asistenciales: catedráticos, docentes…

■■ La familia como institución. 



Un quinto eje mencionado permanentemente en los encuentros y jornadas críticas con la psiquiatría oficial es el de la “industria farmacéutica”, pero este no lo contemplamos dentro del campo de estudio de la “salud mental” ya que el mismo pertenece al territorio del sistema económico capitalista vigente y lo que hace es “aprovecharse” de la complicidad o indefensión voluntaria de los cuatro ejes que consideramos principales y responsables últimos de las prácticas psiquiátricas: no prescribe un fármaco un laboratorio, quien prescribe y firma la receta es el médico, formado en facultades y colegios médicos. Un ejemplo: no podemos culpar a las empresas constructoras de la especulación inmobiliaria, la explotación laboral en el gremio de la construcción, la construcción irracional y sin planificación de viviendas, carreteras, aeropuertos innecesarios, etc.: los responsables son los estados, sus gobernantes y sus políticas prebendarias y capitalistas de la que se benefician directamente.

Por tanto, aquí, nos ocuparemos brevemente de uno de los mencionados ejes: el familiar.

La familia puede abordarse como una estructura sintomática de la cual el sujeto/paciente es un emergente. En todo tratamiento psíquico surgen indefectiblemente dos obstáculos principales: los que presenta el propio paciente y los que presenta la propia familia.

Obstáculos que presenta el paciente

Sabemos de los obstáculos que presentamos los sujetos/pacientes a la hora de enfrentarnos a un tratamiento, obstáculos y resistencias algunos conscientes y otros no, —recordemos los llamados «beneficios secundarios de la enfermedad», esto es, las satisfacciones paradójicas que nos brindan nuestros propios síntomas, como puede ser no tener que afrontar ciertas obligaciones laborales, familiares, económicas—. Estos obstáculos los abordaremos explícitamente en otro espacio.

Obstáculos que presenta la familia

Lo que intentaremos destacar ahora son los obstáculos creados y manifestados por el entorno familiar del paciente. Atender al miembro «enfermo» de la familia implica analizar la demanda inicial que hacen los familiares cuando consultan, ya que muchas veces éstos esperan una solución con la única esperanza —inconsciente— de que no se alcance nunca, por paradójico que pareciera.

En relación al lugar que ocupa la familia en el tratamiento de un paciente, consideramos necesario recordar este extenso y claro párrafo de Freud:

«Hasta ahora hemos hablado aquí sino de las resistencias internas opuestas por el enfermo inevitables, pero que pueden ser dominables. Pero existen también obstáculos externos, derivados del ambiente en el que el enfermo vive y creados por los que le rodean (…) El tratamiento psicoanalítico es comparable a una intervención quirúrgica, y como ésta no puede desarrollarse sino en condiciones en que las probabilidades del fracaso se hallen reducidas a un mínimo. Conocidas son todas las precauciones de que el cirujano se rodea ―habitación apropiada, buena luz, ayudantes, ausencia de los parientes del enfermo, etc.―. ¿Cuántas operaciones terminarían favorablemente si tuvieran que ser practicadas en presencia de todos los miembros de la familia reunidos en derredor del cirujano y el enfermo, metiendo la nariz en el campo operatorio y gritando a cada incisión que el bisturí practicase? En el tratamiento psicoanalítico, la intervención de los familiares del enfermo constituye un peligro contra el que no tenemos defensa» [1].

Un episodio psicótico desestabiliza inevitablemente el sistema familiar, rompiendo un aparente equilibrio previo. El sujeto que enferma psíquicamente es alguien al que le es imposible soportar cierta cantidad de sufrimiento, que se defiende del dolor psíquico al precio de una ruptura con la realidad externa e interna, siendo el emergente de una situación familiar particular, que acaba convirtiéndose en el portavoz de un mensaje oculto, de un secreto familiar, que quizá nadie conozca.

El grupo familiar en ocasiones deposita en el familiar «enfermo» sus aspectos temidos, sus conflictos. Por ello sería imprescindible que los miembros significativos de la familia tuvieran un espacio donde pensar cuáles son sus modos de funcionamiento vincular, qué papel ocupa el familiar enfermo y qué responsabilidad pudieran tener en ello. Pero esto casi nunca es posible. Los padres culpabilizan de su estado o bien al propio hijo, o bien al entorno, a los profesionales o, como ocurre en la mayoría de los casos, se culpabilizan mutuamente.

Poseemos armas contra las resistencias interiores procedentes del sujeto y que sabemos inevitables. Pero, ¿cómo defendernos contra las resistencias exteriores? Por lo que a la familia del paciente respecta, es imposible hacerla entrar en razón y decidirla a mantenerse alejada de todo el tratamiento, sin que tampoco resulte conveniente establecer un acuerdo con ella, pues entonces corremos el peligro de perder la confianza del enfermo, el cual exige con perfecta razón que la persona a la que se confía esté de su parte [2].

Sabemos de la dificultad que implica incorporar a la familia del sujeto al tratamiento, es decir, que se implique activamente en él y que tenga un espacio para poder elaborar los posibles modos vinculares patológicos que emplee.

El psicólogo social Enrique Pichón-Rivière construyó un modelo con el que estudió en profundidad las relaciones interpersonales y sus vínculos, con una base teórica que posibilitara operar sobre éstos para una rectificación o cambio de los mismos. Mediante el estudio psicosocial, sociodinámico e institucional de la familia de un paciente determinado, Pichón-Rivière intentaba articular un esquema de la estructura psíquica del paciente, de los elementos que presionaron sobre él, y «provocaron la ruptura de un equilibrio que hasta ese momento se mantenía más o menos estable»[3]. Esta investigación posibilita un análisis del grupo familiar en diversos niveles. Al sujeto miembro de la familia que enferma Pichón-Rivière lo considera como señalamos un emergente de la problemática vincular de la familia a la que pertenece, cuestión ésta que muchas prácticas «psi» no contemplan, al poner todo el peso de la enfermedad en el propio paciente:

«(…) cuando tratamos a un psicótico, a través de su psicosis, se transforma, en cierta medida, en líder de su grupo familiar. Asume funciones de liderazgo por el hecho de ser el miembro más enfermo» [4].

Es habitual que el miembro familiar enfermo controle a su familia ―la cual a su vez pretende controlarlo a él― y al entorno clínico que lo asiste, generando en el equipo terapéutico tensiones, y, en ocasiones, una pérdida de la situación terapéutica, siendo por lo general el equipo que lo atiende (de acompañamiento) la primera diana de la ira y frustración de la familia, cuando, por ejemplo, un familiar manifiesta una queja en relación a algún trabajador del equipo.

Pichón-Rivière destaca que el delirio —que es la forma en la que el psicótico intenta reconstruir una realidad para él insoportable— resulta ser a menudo una tentativa por parte del paciente de levantar barreras frente a la estructura familiar o al entorno. Analiza también los episodios o fenómenos autistas, en los que el sujeto se retira del mundo, trasladando de este modo la realidad externa a un escenario interno, donde los «personajes que antes estaban afuera ahora están adentro»[5].

Otro categoría propuesta por Pichón-Rivière, y que junto a las consideraciones anteriores sabemos clave para establecer un marco de trabajo con las mínimas garantías clínicas, es la de «portavoz»:

«El portavoz es aquel que en el grupo, en un determinado momento dice algo, enuncia algo, y ese algo es el signo de un proceso grupal que hasta ese momento ha permanecido latente o implícito, como escondido dentro de la totalidad del grupo (…) El portavoz no tiene conciencia de enunciar algo de la significación grupal que tiene en ese momento, sino que enuncia o hace algo que vive como propio» [6].

En determinados momentos el portavoz de la dinámica familiar patológica pueden ser dos o varios miembros de la familiar en forma diacrónica, es decir, cuando uno de los miembros se «cura», enferma otro. El enfermo es la resultante de la interacción familiar patológica, es el portavoz que por el solo hecho de enfermarse denuncia que algo no funciona debidamente en su grupo familiar.

Esquizofrenia y Revolución Industrial

En el terreno de la locura podemos hallar desde la Antigüedad descripciones precisas de lo que hoy día llamamos melancolía, manía y paranoia, pero no puede decirse lo mismo de la esquizofrenia (automatismo mental), que según proponen Colina y Álvarez, se originó en un momento histórico determinado en el que se produjo una transmutación profunda de la subjetividad: la Revolución Industrial [7].

La esquizofrenia no es una enfermedad de la naturaleza, ni un virus ni una configuración genética: es un trastorno de la cultura y de la historia. Por tanto desafía a la ciencia moderna que pretende reducirla a una patología neurológica. Es un asalto a la razón moderna que nos anuncia de los riesgos que nos esperan a todos: si viviéramos 200 años todos acabaríamos esquizofrénicos, es, podríamos decir, el destino probable de toda la especie humana. 


[1] Sigmund Freud. «Lección XXVIII. La terapia analítica» en Lecciones introductorias al psicoanálisis, O.C.. Madrid: Biblioteca Nueva, 1997, p. 2409.

[2] Ibídem.

[3] Enrique Pichón-Rivière. Teoría del vínculo. Buenos Aires: Nueva Visión, 1985, p. 25.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem, p. 38.

[6] Enrique Pichón-Rivière. El proceso grupal. Buenos Aires: Nueva Visión, 1985, p. 221.

[7] Fernando Colina y José María Álvarez. Las voces de la locura. Barcelona: Xoroi Edicions, 2016.





Esclavitudes actuales

El control social que se ejerce sobre los sujetos cambia con las épocas sociales e históricas, pero en esencia es el mismo que ya enunció Marx hablando de la esclavitud del «fetichismo» de las mercancías o el propio Heidegger [1] al plantear la esclavitud de la imagen y Hume que nos alertó del señuelo de la conexión necesaria [2], esto es, por ejemplo, en el ámbito de la llamada «salud mental» (falsa asociación de palabras), la tendencia a atribuir a cada efecto (síntoma) —por ejemplo, una fobia— una causa objetiva que puede dominarse a través de un fármaco, un consejo o una técnica de modificación de conductas.

Jornadas «Las opresiones de la Psiquiatría Institucional».
En Enclave de Libros con Manuel Desviat y Pilar Palao.



Los manuales de autoestima, los programas de radio y de televisión con consejos sobre técnicas de control orgásmico, la cirugía estética con la promesa que la mirada que el sujeto recibe cambiará, las baterías de test de evaluación de la personalidad o del nivel de autoestima o ansiedad, van generando una lenta psicotización de los ciudadanos. Efectos que observamos, a través del relato de los pacientes sometidos a la servidumbre del sexo, es decir, a la genitalización de la sexualidad: sujetos apabullados por consejos, consignas, estadísticas sobre el rendimiento sexual, etc., ya que como señala De Brasi «…en el sexo quizá, se está jugando el mayor nivel de explotación que conoce la historia del hombre» [3], explotación auspiciada por la industria cosmética, farmacológica, la cirugía plástica o la soberanía del cuerpo y del sexo propios.

En «El malestar en la cultura» [4], Freud destaca que el sufrimiento nos amenaza por tres lados:

■■ desde el propio cuerpo, condenado a la decadencia y a la aniquilación, sin poder prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia;

■■ del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas de la naturaleza destructoras omnipotentes e implacables;

■■ de las relaciones con otros seres humanos.

El sufrimiento que emana de esta última fuente, nos dice Freud, quizá nos sea más doloroso que cualquier otro, pero es en este territorio vincular donde el sujeto puede hacer algo más. Así mismo, la finalidad de evitar el sufrimiento relega a un segundo plano la de lograr el placer y en todo caso las tentativas de alcanzar éste pueden llevarnos por caminos muy distintos: por un lado la búsqueda de la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se impone como la conducta más tentadora, pero esto significa preferir el placer y el goce a la prudencia y a poco de practicar esta búsqueda un sujeto, cuando faltan los límites que la encauzan, emergerán consecuencias en principio no deseadas.

La evitación del sufrimiento, destaca Freud, puede buscarse por diferentes caminos, diferenciándose éstos según la fuente de displacer a la que se concede máxima atención; estos caminos serían:

■■ el aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, que sería el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas;

■■ el recurso a la química, a través de la intoxicación con sustancias cuya presencia en la sangre o en los órganos proporcionan sensaciones placenteras de fuga momentánea que producirá una felicidad paradójica, modificando nuestra sensibilidad, proporcionando proporcionando un «placer» inmediato, sin mediación de la palabra, que da una aparente independencia del mundo exterior: «… los hombres saben que con ese “quitapenas” siempre podrán escapar al peso de la realidad, refugiándose en un mundo propio que en realidad no les pertenece» [5].

Otra posible vía para evitar el sufrimiento, afirma Freud, consiste en reorientar los fines pulsionales eludiendo la frustración del mundo exterior a través de la sublimación de las pulsiones, cuyo sendero sería, por ejemplo, el proceso creador del artista o el trabajo de los oficios artesanales, que a su vez incorporan al sujeto a la comunidad humana:

La posibilidad de desplazar al trabajo y a las relaciones humanas con él vinculadas una parte muy considerable de los componentes narcisistas, agresivos y aun eróticos de la libido, confiere a aquellas actividades un valor que nada cede en importancia al que tienen como condiciones imprescindibles para mantener y justificar la existencia social. La actividad profesional ofrece particular satisfacción cuando ha sido libremente elegida, no obstante, el trabajo es menospreciado por el hombre como camino a la felicidad. No se precipita a él como a otras fuentes de goce [6].

Observamos hoy día un menosprecio por los oficios y por el trabajo por parte de los estados e instituciones, –por ejemplo, el paulatino desmantelamiento de las escuelas de FP, Formación Profesional– consecuencia quizá de una intrincada y sutil o grosera trama de relaciones económicas que prometen un acceso a la «felicidad» a través de la supuesta inmediatez de los objetos.

Como ya anticipara Freud: «La inmensa mayoría de los seres sólo trabaja bajo el imperio de la necesidad y de esta aversión y problemática humana al trabajo se derivan los más dificultosos problemas sociales» [7]. A su vez, quien vea fracasar sus esfuerzos por alcanzar esa felicidad, «aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica, o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis» [8].


[1] Martin Heidegger, «La época de la imagen en el mundo», Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 2000.

[2] David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, Alianza, Madrid, 1996, p. 94.

[3] Juan Carlos De Brasi; Emilio González, La sexualidad y el poder desde el psicoanálisis (I), EPBCN; Barcelona, 2009, p. 26.

[4] Sigmund Freud, El malestar en la cultura, O. C., p., 3025.

[5] Ibídem, p. 3026.

[6] Ibídem, n. 1.693, p. 3027.

[7] Ibídem.

[8] Ibídem, p. 3030.




La industria capitalista del «rótulo psiquiátrico» y el fármaco.

El hacer clínico de la medicina positivista considera que los fenómenos «psicopatológicos» están en relación exclusiva con alteraciones o variaciones neurofisiológicas, manifestando prisas por asignar un rótulo psiquiátrico para aplicar todo su protocolo de tratamiento: farmacológico, técnicas de modificación de la conducta, de la personalidad, regímenes de premio y castigo, entre otros.



Las propuestas taxonómicas del tipo DSM y CIE, con su pretendida neutralidad teórica y un escolasticismo meramente verbalista, eliminan la subjetividad del paciente, sustituyéndola por un rótulo psiquiátrico. De este modo reducir un síntoma a un membrete psiquiátrico no permite al sujeto construir un relato propio sobre su malestar. Esta práctica reduce al paciente a un estado de pasividad, donde ya no tiene nada que decir ya que el psiquiatra o el psicólogo y los manuales taxonómicos hablarán por él. Detrás de esta idea de evaluación psicológica y psicométrica del estado «mental» del evaluado, mediante aparatos de registros y mediciones psicofisiológicas, autoinformes, test de personalidad, etc. acecha un delirio evaluativo para fijar al paciente a una psicopatología creyendo el evaluador que de esta manera da sentido al malestar del sujeto, cuando en todo caso se limita a darlo a su propia función.

Veamos como ejemplo de esta práctica clasificatoria en el manual diagnóstico DSM-IV, ahora en su versión DSM-5, cómo se define el llamado «trastorno de personalidad no especificado», una de los diagnósticos más utilizados, quizá por su extrema ambigüedad; en ambos reemplazando la pobreza conceptual con una aparente sofisticación académica con clasificaciones «de la Organización Mundial de la Salud o de la American Psychiatric Association, que son meros consensos de conveniencia destinados a la normalización estadística»[1].

La definición del DSM-IV del citado trastorno es la siguiente:

Esta categoría se reserva para los trastornos de la personalidad que no cumplen los criterios para un trastorno específico de la personalidad. Un ejemplo es la presencia de características más de un trastorno específico de la personalidad que no cumplen los criterios completos para ningún trastorno de la personalidad («personalidad mixta»), pero que, en conjunto, provocan malestar clínicamente significativo o deterioro en una o más áreas importantes de la actividad del individuo (p. ej., social o laboral). Esta categoría también puede utilizarse cuando el clínico considera que un trastorno específico de la personalidad que no está incluido en la clasificación es apropiado [2].

y en la última versión DSM-5 se lo define de este otro modo:

Esta categoría se aplica a presentaciones en las que predominan los síntomas característicos de un trastorno de la personalidad que causan malestar clínicamente significativo o deterioro en lo social, laboral u otras áreas importantes del funcionamiento, pero que no cumplen todos los criterios de ninguno de los trastornos de la categoría diagnóstica de los trastornos de la personalidad. La categoría del trastorno de la personalidad no especificado se utiliza en situaciones en las que el clínico opta por no especificar el motivo del incumplimiento de los criterios para un trastorno de la personalidad específico, e incluye presentaciones en las que no existe información suficiente para hacer un diagnóstico más específico [3].

Criterios descriptivos y vagos que no dicen nada de la posición subjetiva del paciente en el mundo que le rodea: no contemplan sus deseos, temores, abatimiento, angustia… En todo caso el diagnóstico precipitado tiene como mínimo dos efectos inmediatos: por un lado, da al paciente un elemento al qué aferrarse y con el que identificarse, esto es, nombrarse, pudiendo justificar así sus actos, y por otro, al profesional sanitario le otorga la creencia de cumplir con su misión clínica.

La evaluación diagnóstica instrumental es un acto intimidatorio para el paciente y de cierre para su discurso. Incluso el citado psiquiatra suizo, Eugen Bleuler, pese a las imperfecciones de su obra y sin renegar del organicismo sobre el que sostuvo su modelo de trastornos mentales, fundamentalmente el de la esquizofrenia, planteó la exigencia de una comprensión de los cuadros nosográficos que vaya más allá de las descripciones estadísticas de los síndromes para «darle un sentido que concierna al ser mismo del hombre».

Las clasificaciones monosintomáticas del tipo «T.O.C.» (trastorno obsesivo compulsivo), «T.E.P.» (trastorno de estrés postraumático), anorexia, drogodependencia, fibromialgia, patología dual, etc. terminan forzando lugares de identificación comunitaria, donde el síntoma se entiende como un déficit o como un comportamiento inadecuado que hay que corregir o borrar, cuando en todo caso ha sido la respuesta que el sujeto ha encontrado para enfrentarse al mundo como sujeto mortal, parlante y sexuado.

Jornadas «Las opresiones de la Psiquiatría Institucional».
En Enclave de Libros con Manuel Desviat y Pilar Palao.

[1] José María López Piñero, Del hipnotismo a Freud, Alianza, Madrid, 2002, p. 9.

[2] DSM-IV, Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, Masson, Barcelona, 1995, p. 691.

[3] DSM-5, Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, Editorial Médica Panamericana, Madrid, 2014, p. 684.





La Psiquiatría en tratamiento

Sobre el libro «EL MANICOMIO QUÍMICO»

Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas

Immanuel Kant [1. Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura. Madrid: Alfaguara, 2000, p. 73.]

La concepción psiquiátrica habitual sigue los preceptos que estipularon en su momento Emil Kraepelin y Eugen Bleuler, convencidos de que en alteraciones orgánicas del cerebro están el origen y la causa de las enfermedades mentales, suponiendo a la vez que el avance de las neurociencias y el progreso de la industria farmacológica lograría en un futuro resolverlas. Estas intervenciones médicas desembocan en no pocas ocasiones, como señala Piero Cipriano [2. Cipriano, Piero. El manicomio químico. Madrid: Enclave de Libros, 2017.], en una práctica violenta y silvestre sobre los cuerpos de los pacientes: sujeción física, contención química, electroshock, y en no pocas ocasiones «psiconeurocirugía», basados todos estos procedimientos invasivos en supuestos y fundamentos anatomofisiológicos o bioquímicos de la «enfermedad».



¿La sociedad capitalista no produce bienes ni valores de uso, produce y consume mercancías [3. Marx, Karl. «El carácter fetichista de la mercancía y su secreto» en El Capital, tomo I, p. 87. México: Siglo XXI Editores, 2001.]. La disciplina médica psiquiátrica no escapa a este esquema mercantil, y en ocasiones interviene de manera invasiva «sobre» los pacientes del mismo modo que si luego de un terremoto se quisiera tapar con cemento las grietas producidas en la tierra. Qué emancipación puede alcanzar un sujeto que al medicarlo se lo enmudece?, ¿cuál es la razón que rige estas políticas de medicalización y sujeción de los individuos?

«El manicomio químico». Piero Cipriano. Ediciones Enclave. Introducción de Carlos Ledesma Lara.

Cabe preguntarnos ¿la psiquiatría como especialidad de la medicina opera «clínica» y «terapéuticamente» o se limita a generar interminables categorías psiquiátricas con cada versión DSM que se publica basadas en estudios «socioestadísticos» arbitrarios al servicio de la industria farmacéutica? Sabemos que diversas propuestas y movimientos críticos con la psiquiatría oficial se limitan mayormente a describir y denunciar las prácticas reduccionistas, algo indudablemente imprescindible, pero adolecen, por lo general, de un análisis teórico y una propuesta sobre cuáles son los mecanismos psíquicos que están en juego en la locura, es decir, no es suficiente limitarse a descubrir y narrar las atrocidades a las que en ocasiones se someten a los desafortunados pacientes que caen y quedan atrapados en esas tramas institucionales regidas por postulados y axiomas deterministas.

En el caso de las prácticas médicas que abordan la llamada «salud mental», desde una perspectiva positivista el objeto de la misma sería la conducta de los individuos así como su normalización o control mediante técnicas «conductuales» y farmacológicas estipuladas en manuales estandarizados de diagnóstico e intervención. De este modo la psiquiatría se presenta, como señala Foucault, como una disciplina de poder sobre los sujetos y no como una ciencia humana emancipadora de las fuerzas enajenantes que la cultura ejerce sobre la sociedad y ante las cuales no todos los sujetos responden de la misma manera, ni todos pueden librarse de sus efectos perversos y apropiarse de los positivos que sin duda también aquella tiene.

La práctica psiquiátrica habitual pone el acento en la cuantificación y en la fiabilidad de sus test, escalas y criterios pseudo-diagnósticos, basada en un empirismo radical positivista, sin contemplar la singularidad de cada caso clínico, es decir, la dimensión histórica y subjetiva de cada sujeto, ni sus condiciones familiares así como las sociales, políticas y económicas de la época. El supuesto avance de las neurociencias en las últimas décadas ha tenido como primer efecto una sospechosa operación de medicalización generalizada de la población.

Un ejército de tecnócratas reducen la psiquiatría y la psicología a una rama de la medicina que pone el énfasis en el diagnóstico y el tratamiento farmacológico. La operación de medicalización es aquella mediante la cual se transforma una problemática en principio no considerada médica o de salud, en un problema médico bajo la forma de una enfermedad o un trastorno: cuando, «no querer ir a…», se denomina «tener fobia», «ser reservado» a «ser autista o esquizo», «ser inquieto» a «ser hiperactivo» [4. De Brasi, Juan Carlos. Apreciaciones sobre la violencia simbólica, la identidad y el poder. Barcelona: EPBCN Ediciones, 2016, p. 37.] y que las propias familias de los «pacientes» diagnosticados, asumen y refuerzan el acto médico. Paralela a ella, tenemos la farmacologización, operación de expansión del mercado farmacéutico incluso a la población sana, siendo los Estados clasistas quienes compran la mayor parte de la producción de fármacos y gobiernan, por tanto, los estados de ánimo de la población que controlan. Las instituciones dicen velar y promover la salud de la población, lo que en realidad hacen es, mediante modelos privados, promocionar con violencia la enfermedad pública.


Videos de la presentación de los libros: 

«El manicomio químico» de Piero Cipriano.

«Sobre la locura» de Fernando Colina.