Toxicomanías: ¿estructura, síntoma, síndrome o enfermedad.

La simple observación de pacientes adultos muestra cómo éstos quedan de alguna manera «fijados» a la edad en que comenzaron a consumir, fenómeno observable a través de estados de provocación infantiles o mediante la búsqueda de complicidades, como se comprueba, por ejemplo, en el consumo de cocaína en los lavabos de locales públicos, donde surge una espontánea, aparente e «intensa» amistad en un intento desconcertante de «compartir» y que tan sólo dura hasta el momento en que amanece.

En el fenómeno de las toxicomanías la cuestión del llamado «diagnóstico diferencial» es muy delicada, ya que junto a los efectos tóxicos producto del consumo  pueden emerger trastornos psíquicos funcionales, tales como una pseudo-perversión producto de la desinhibición que provoca la sustancia, hasta una cuasi-psicosis, ataques de pánico, etc., estos es, las drogas pueden producir ciertos efectos propios de cuadros psicóticos con alucinaciones auditivas, visuales, etc. También se observan situaciones donde el sujeto presenta una pérdida de la realidad producto de un proceso psíquico previo y utiliza la droga para atribuir a ésta dichas sensaciones. Algunos enfoques médicos y psicosociales que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de la «drogodependencia», al no considerar el concepto de psicoanalítico de inconsciente, rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura psicopatológica propia del sujeto y estandarizada en los manuales psiquiátricos.

La toxicomanía es una constelación sintomática —que puede presentarse tanto en las neurosis, las psicosis, como en las perversiones— extremadamente compleja que no puede aislarse y ser tratada como una enfermedad en sí misma. Al tratarla de este modo, las técnicas terapéuticas más habituales pueden llegar a considerar que si el «paciente» no consume estaría curado, equiparando de esta manera los procesos psíquicos insondables con la conducta observable; este punto de vista sería difícil de sostener cuando se producen las llamadas —a nuestro criterio erróneamente— «recaídas».

Este enfoque terapéutico centrado en el fenómeno observable sitúa las intervenciones terapéuticas —desintoxicación, metadona, fármacos— en el mismo plano que la sintomatología que presenta el sujeto, como sucede con la ingesta de antidepresivos, donde el psicofármaco ataca al síntoma y de esta manera pasa a formar parte de la patología, lo que implica por ejemplo que, si el sujeto olvida la toma del antidepresivo que le fue prescrito y de repente se percata del olvido, termine deprimiéndose.

Bergeret nota [1. Jean Bergeret, La personalidad normal y patológica, Gedisa, Barcelona, 1980.] plantea que no existe ninguna estructura específica de las adicciones, ya que éstas serían una tentativa de defensa y de regulación contra las deficiencias. Este autor afirma haber encontrando en sus investigaciones signos semejantes en las toxicomanías y en los estados límites (borderline). En cualquier caso consideramos más pertinente hablar de toxicomanías que de drogodependencias o adicciones, puesto que más que una dependencia de una sustancia se observa en los pacientes una tendencia maníaca a intoxicarse.





Toxicomanías: el malestar en la adicción

La toxicomanía precipita un saber y causa una prisa por concluir  [1. Silvie Le Poulichet, Toxicomanías y psicoanálisis, Amorrortu, Buenos Aires, 1990.]

Sylvie Le Poulichet.

Definiciones de «drogodependencia»

Existen múltiples definiciones de drogodependencia, entre ellas podemos citar la de la O.M.S. que la considera un «estado psíquico y a veces físico, resultante de la interacción de un organismo vivo y una droga, caracterizado por un conjunto de respuestas de comportamiento que incluyen la compulsión a consumir la sustancia de forma continuada con el fin de experimentar efectos psíquicos o en ocasiones evita la sensación desagradable que su falta ocasiona» [2. O.M.S., Glosario de términos de alcohol y drogas, Ministerio de Sanidad y Consumo, Madrid, 2008.]



Por su parte, el DSM-IV considera la drogodependencia como «una categoría diagnóstica que se observa por la presencia de signos y síntomas cognitivos, conductuales y fisiológicos que señalan que el individuo ha perdido el control del uso de sustancias psicoactivas y las sigue consumiendo a pesar de las consecuencias negativas», pasando a enumerar los criterios para establecer el diagnóstico de dependencia de sustancia por la presencia de diversos signos por un período continuado de doce meses, entre ellos:

  • Abstinencia
  • La sustancia es consumida por un período mayor del que se pretendía
  • Existencia de un deseo persistente o esfuerzos infructuosos de controlar o interrumpir el consumo.
  • Empleo de mucho tiempo en actividades relacionadas con la obtención de la sustancia.
  • Reducción de importantes actividades sociales, laborales, recreativas debido al consumo.
  • Consumo a pesar de tener conciencia de problemas psicológicos o físicos recidivantes o persistentes que parecen causados o exacerbados por el consumo.

La presencia de tres de estos síntomas durante un periodo mínimo de un mes permite efectuar el diagnóstico de dependencia de sustancias, abordando ambas definiciones la cuestión descriptiva de la conducta de consumo. Al igual que ocurre con otros trastornos relacionados con sustancias, la adicción se acompaña a menudo de otros trastornos psiquiátricos: unos siguen al inicio del consumo adictivo, como los trastornos del estado de ánimo, y consumo de alcohol, otros parecen ser previos, como trastornos de ansiedad, trastorno de la personalidad, déficit de atención. Los estudios clínicos sobre comorbilidad señalan que los trastornos asociados más frecuentes son:

  • Trastorno depresivo mayor.
  • Trastornos bipolar tipo II.
  • Trastorno ciclotímico.
  • Trastornos de ansiedad.
  • Trastorno antisocial de la personalidad.

Con lo cual hay un momento previo a la adicción, y unos efectos producto de ella, tal como lo reflejan los manuales DSM-IV. La presentación simultánea de patología psíquica y adictiva es lo que se ha denominado «patología dual», donde tanto la patología psiquiátrica como la adictiva pueden ser causa o resultado de la otra.

Intervenciones interrogadas

Toda intervención clínica estará relacionada con la concepción que se tenga de los términos «salud» y «enfermedad»: las estrategias terapéuticas nunca van separadas de los presupuestos conceptuales o ideológicos que las sostengan. Una idea extendida en la práctica sanitaria sostiene la necesidad de dar una solución práctica y rápida a la enfermedad. Con respecto a las toxicomanías, las prácticas clínicas cuyo soporte epistemológico es la teoría psicoanalítica buscan restituir un lugar a la subjetividad destituida en el sujeto toxicómano, esto es, «dar la palabra» al sujeto, siguiendo la concepción hipocrática de establecer un diálogo clínico con el paciente, lo que implica la «construcción» del diagnóstico entre médico y paciente, a través de la escucha y la circulación de la palabra que, en el caso, por ejemplo, de los pacientes toxicómanos, se interrumpió o no se produjo nunca. En todo malestar psíquico, el recurso exclusivo a anestésicos y lenitivos estandarizados, que en un principio calman o alivian el dolor psíquico o físico, no permite por sí solo esta restitución de la subjetividad, al no contemplar la singularidad de cada caso.

Los enfoques terapéuticos, que trabajan sobre la parte observable del fenómeno de consumo, al no considerar el concepto de inconsciente rápidamente asocian el hábito de consumo a una estructura en sí, sin considerar que tras de él subyace un síntoma psíquico y social complejo. No podrá producirse ningún efecto «terapéutico» mediante la insistencia en decir a un paciente que deje de consumir drogas, ni mucho menos será de utilidad alguna prevenirle de lo perjudicial que puede resultarle consumirlas, ya que sabemos que la prevención de aquello que obviamente puede llegar a ser perjudicial, es decir, impulsar su evitación, opera inconscientemente en el mismo nivel discursivo que el de la promoción.

¿Pero cómo trabajar terapéuticamente con un sujeto frágil que tras un semblante de dominio, de control omnipotente, encontramos que es incapaz de lidiar con la angustia del existir, imposibilitado de tolerar la espera? Generalmente, hay un tiempo prolongado, entre esos primeros indicios de debilidad, esto es de consumo, y la respuesta y reconocimiento de los episodios de consumo por parte del entorno familiar, social, escolar, etc.; a las familias por lo general les cuesta asimilar la situación, es decir, aceptar que aquello que han visto fuera de su núcleo familiar, en la calle, en los medios de comunicación, les esté ocurriendo a ellos.

El malestar contemporáneo

Las adicciones constituyen un síntoma social, que pone en evidencia un padecimiento personal y las condiciones del malestar en nuestra cultura. Todos somos adictos en potencia; las sustancias «generadoras» de adicción revisten una serie de atractivos desde los más «licenciosos» a los más «virtuosos»: alcohol, sexo, drogas, las nuevas tecnologías y sus objetos de consumo, etc. La civilización va dejando grietas ante las cuales los sujetos no siempre pueden responder de la mejor manera. La pregunta que surge aquí sería: ¿qué elementos personales, sociales y familiares están en juego para que algunos sujetos se tornen consumidores en exceso y pasen a ser adictos?

El discurso social a través de sus medios publicitarios nos habla del bienestar obtenido por el «objeto adecuado» para satisfacer cualquier necesidad, en este sentido el toxicómano está en la delantera de una sociedad concebida para satisfacer paradójicamente el principio del placer (inmediato), cortocircuitando la palabra, el trabajo, el amor, el deseo, el reconocimiento del otro. Mientras el sujeto está incorporado a la maquinaria social productiva, por ejemplo, el drogadicto «ejecutivo» que puede pagar su droga o el que toma antidepresivos sin control y puede continuar sus actividades cotidianas, la problemática permanece oculta, en silencio. Cuando un sujeto consume sustancias (estimulantes, antidepresivos, alucinógenos, etc.), cree obtener algo que potencia su relación con el goce.

Ser hoy «anoréxico», «bulímico», «toxicómano», da una identidad al sujeto, al precio de un estrago en la vida. El sujeto cree que puede sostener esa falsa identidad así como cree en la posibilidad de que hay un «control» en el consumo. Sin embargo, el toxicómano no es aquel que ha perdido dicho control, sino un sujeto que ha renunciado a responder sobre las consecuencias de sus actos, que ha renunciado a preguntarse si existe otra posibilidad que no sea la de obedecer al imperativo de consumir; el toxicómano con la etiqueta pertinente («soy cocainómano») enarbola una identidad que posee el valor de una máscara, un simulacro, que debería desmontarse en el transcurrir de un trabajo terapéutico, para que las verdaderas preguntas que el paciente no supo formular se produzcan y sean escuchadas. Ningún grupo o estrato social es exclusivo de las adicciones: las clases bajas «recurren» a ellas por la falta de contención social y perspectivas de futuro, ya que al estar «fuera» del sistema parece necesario anestesiar el dolor de una no-existencia. Por su parte las clases altas recurren a la adicción en «búsqueda de emociones». La problemática de los padecimientos psíquicos, y de la toxicomanía entre ellos, interroga a los diferentes discursos y saberes sociales: al jurídico, al médico, al sociológico y principalmente al económico-político de la sociedad.

Si consideramos el consumo como una tentativa de defensa y de huída, encontramos en las toxicomanías síntomas como angustia, tristeza, depresión, sentimientos de vacío, pasajes al acto (gestos autolíticos, autoagresiones), conductas antisociales, estados psiquiátricos confusionales, entre otros, muchos de ellos previos a cualquier consumo. Cuando emergen, el sujeto recurre al efecto tóxico que le proveen la drogas, ya que estas sustancias apaciguan o previenen el dolor, produciendo euforia y estimulación. Las drogas causan en quien las consume una inflación sin valor del narcisismo y le impiden a su vez percatarse del progreso de autodestrucción en el que se adentra. Destacando los aspectos maníacos del consumo, la droga es empleada como una defensa permanente contra el dolor. Así encontramos una relación de la adicción con los estados melancólicos y el posterior acto maníaco de consumo, que desemboca en la adicción, sin dejar de considerar los diferentes efectos neurofisiológicos propios de cada sustancia. Podemos decir que con el (ab)uso de sustancias se intenta modificar un estado de ánimo o transgredir una realidad (psíquica) percibida como intolerable.