Freud, sobre el proyecto sionista
A raíz de los trágicos acontecimientos que están ocurriendo en el llamado «oriente medio» [expresión confusa acuñada por medios británicos y estadounidenses], algunas amistades —con los que compartimos el interés por el psicoanálisis y por la obra de Sigmund Freud—, que considero caen en contradicciones ideológicas y religiosas a mi juicio graves, me han llevado a tomar unas notas sobre lo que el maestro vienés opinaba respecto al proyecto de fundar un Estado judío en Palestina.
Como no es una problemática histórica y geopolítica que haya estudiado e investigado con detenimiento, pero que sí he seguido desde años con sumo interés, he recurrido a diversos autores y a sus textos para armar estos apuntes sobre el tema.
Antes citaré a otros dos pensadores. Uno nacido en el Líbano y residente en Francia, que en un breve ensayo hizo referencia a la cuestión de las «identidades asesinas». Y el otro, un prolífico autor español, catedrático, historiador de la medicina e investigador de bioética, que en un libro reciente recopila una serie de artículos breves sobre la cuestión de la «identidad perdida».
Señas de identidad
El término «identidad», profusamente utilizado en los últimos tiempos, ha tenido y tiene diferentes significados y usos, no todos muy acertados.
En el lenguaje común decimos que dos cosas que se asemejan mucho al punto de llegar a confundirse son «idénticas», como sucede con los gemelos univitelinos. [1. Gracia Guillén, Diego. En busca de la identidad perdida. Biblioteca Deliberar: Editorial Triacastela. Madrid, 2020, p.11] Pasando por el «principio de identidad» en filosofía, llegamos al de «identidad» en psicología y de «identificación» en psicoanálisis, no siendo este el espacio para extendernos en sus diferentes concepciones. Desde el campo de la sociología incluso el de la política, desde donde se habla con temeraria imprecisión, de «identidad», de «personalidad», para referirse a una serie de territorios que abarcan desde la identidad cultural, de género, religiosa, ideológica…
El uso habitual del término parece empujar a una disolución de la convivencia —amistosa y problemática a la vez— de las diferentes identidades que comparte un pueblo o un sujeto, para reducirlos a una «identidad» única. La identidad de un pueblo, por ende de cada sujeto que lo integra, resulta de la introyección de los valores que cada cultura va construyendo. No hay una identidad única, sino varias que conviven con no pocas fricciones entre sí en un mismo sujeto, familia, sociedad…
Se reduce y empobrece un pueblo o un sujeto si hacemos de una de sus identidades la hegemónica. La suma de identidades de un sujeto está conformada por la familiar, el barrio donde nació, el país donde se educó, la religión, la situación económica, la clase social a la que pertenece por la que quizá quisiera luchar por ella, abandonarla o por el contrario, sentirse muy a gusto con ella si le permite un «buen pasar».
La clase social a la que se pertenece quizá sea una de las identidades más determinantes en nuestra constitución como sujetos, y a su vez la más ignorada —considero que deliberadamente— en los debates sobre la «identidad». En ese sentido, la izquierda contemporánea occidental ha caído en la trampa —o se ha dejado caer— de sustituir la categoría «clase social» como concepto central de análisis histórico por el término difuso de «identidad». [2. Muñoz-Rojas, Oliva. «¿Clases vs. Identidad?. «Izquierdas» y «derechas», la lucha de las identidades». Diario Clarín, 26 de octubre de 2018, en línea: https://www.clarin.com/opinion/izquierdas-derechas-lucha-identidades_0_iRNHj0n-v.html]
Como afirma el profesor español Diego Gracia nuestra identidad se cimenta a partir de los influjos familiares, sociales, locales, nacionales y mundiales, y la conforman múltiples identidades en permanente elaboración. Diversos factores nos troquelan y participan en nuestra constitución como sujetos: la identidad la construimos apropiándonos de la herencia recibida, cultural y social, y en la medida de lo posible dando un pequeño salto, intentando desechar aquello que quedó obsoleto y aprovechándonos de lo valioso que pudiéramos haber recibido —valores éticos y morales—. Teniendo siempre presente que ese trabajo de construcción de la identidad propia, de «identificación» [3. Freud, Sigmund. «La identificación» en Psicología de las masas y análisis del yo. Madrid: Alianza Editorial, 2003, p. 42] y de elección consciente e inconsciente, es extremadamente difícil, dada la época de adoctrinamiento masivo a través de los medios, redes sociales…
En la Argentina como ejemplo, es un lugar común la idea de creer pertenecer o no a la llamada «clase media», por el deterioro o vaivenes económicos a los que la población está sometida, y por el uso que se hace de la etiqueta se desprende que se da más importancia al lugar social subjetivo que al objetivo.
Para un análisis en profundidad del concepto y categoría de «clase social» tenemos el magnífico ensayo del profesor Pierre Vilar [4. Vilar, Pierre. «Las clases sociales», en Iniciación al vocabulario del análisis histórico. Barcelona: Crítica, p. 109-141.]
Consideramos que no tener en cuenta estos apuntes sobre la construcción de la identidad propia, puede reducirnos a ser sujetos totalmente heterónomos bajo la falsa ilusión narcisista de ser lo contrario, es decir autónomos [«yo soy», «yo no soy»].
Los poderosos influjos ideológicos, políticos y socioeconómicos, pueden terminar dejándonos sin poder hacer pie en el pantano de las falsas identidades.
Carnet de identidad
En las primeras páginas de un breve pero intenso ensayo, escribe Amin Maalouf que «la identidad de una persona está constituida por infinidad de elementos que evidentemente no se limitan a los que figuran en los registros oficiales» [5. Maalouf, Amin. Identidades asesinas. Madrid: Alianza Editorial, 2012, p. 20] Siendo un trabajo casi autobiográfico no considera el autor el efecto que las ambiciones imperialistas tienen en el sojuzgamiento de los pueblos, por el afán de apropiarse de sus riquezas naturales. Es necesario para analizar el problema de las identidades, considerar las desigualdades que produce un sistema perverso, que fuerza corrientes migratorias por necesidad de subsistencia, que por un lado sin duda enriquecen las culturas pero que por el otro incrementa las injusticias de las que emergen resentimientos y justas rebeldías, como tan bien describió Franz Fanon:
«El colono hace la historia y sabe que la hace. Y como se refiere constantemente a la historia de la metrópoli, indica claramente que está aquí como prolongación de esa metrópoli. La historia que escribe no es, pues, la historia del país al que despoja, sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, viola y hambrea. La inmovilidad a que está condenado el colonizado no puede ser impugnada sino cuando el colonizado decide poner término a la historia de la colonización, a la historia del pillaje, para hacer existir la historia de la nación, la historia de la descolonización» [6. Fanon, Franz. Los condenados de la tierra. Prefacio de Jean-Paul Sartre. México D.F, Fondo de Cultura Económica, 1963, p. 30.]
Algunas advertencias de Freud sobre el sionismo
Siempre me resultó llamativa la posición de compatriotas argentinos que se consideran judíos pero ateos a la vez. La comunidad en la Argentina es grande y he tenido y tengo algunos amigos que pertenecen a ella. Algunas de sus posiciones puedo entenderlas, otras escapan a mis posibilidades. Todas las considero y respeto, salvo las extremas. Aquellas donde la victimización desemboca en el odio contra el pueblo palestino, la demonización a la que le somete y los convierte en terroristas a todos y por extensión desean su exterminio.
Freud no renegaba de su identidad judía, pero se negaba a someterse a los ritos del judaísmo. Se sentía judío, pero oponiéndose al proyecto sionista de una reconquista de la tierra prometida. Como apunta la documentada historiadora Élizabeth Roudinesco era un judío de la diáspora que no creía que, para los judíos, la respuesta al antisemitismo pudiese traducirse en el retorno a ningún territorio. [5. Roudinesco, Élizabeth. Freud, en su tiempo y en el nuestro. Barcelona: Debate, 2015, p. 385]
En una carta de agradecimiento por las felicitaciones de su 70º aniversario dirigida a los miembros de la comunidad B’nai B’rith, asociación judía a la que pertenecía, escribió Freud el 6 de mayo de 1926:
«Lo que me unía al judaísmo —me siento en la obligación de confesarlo así— no era la fe ni
tampoco el orgullo nacional. En realidad, yo fui siempre un no-creyente, crecí sin religión
alguna aunque no por ello estaba ausente el respeto por las llamadas exigencias éticas de la
cultura humana (menschliche Kultur). Me esforcé en mantener a raya cierto entusiasmo
nacionalista. Lo consideré como maligno e injusto, sobre todo ante los terribles
acontecimientos que padecíamos nosotros, los judíos. […] En tanto que yo era judío me sentía
libre de ciertos prejuicios que limitan a otros en el uso de su inteligencia. En cuanto judío
estaba preparado para vivir en la oposición y a renunciar a asimilarme a la «compacta
mayoría». [6. Nitzschke, Bernd. «¿Qué lugar le corresponde al exiliado? La herencia transcultural de
Sigmund Freud». Traducción de Raúl Páramo Ortega, en línea: http://www.raulparamoortega.de/Que_lugar_le_corresponde_al_exiliado.pdf] [7. Freud, Sigmund. Epistolario 1873-1939. Madrid: Biblioteca Nueva, 1963, Carta 220 de 6 de mayo de 1926: «A los miembros de la Logia B’nai B’rith», pp. 409-410]
Respuesta de Freud a una invitación de apoyo a un Estado israelí
En cierta ocasión, Chaim Koffler, un miembro del «Keren Hayesod», una entidad fundada en 1920 que fomentaba la radicación de inmigrantes judíos en Palestina, pidió a Freud su apoyo a la causa sionista en Palestina, y que se permitiera el acceso de los judíos al Muro de las Lamentaciones. La respuesta declinando la propuesta, fechada el 26 de febrero de 1930 donde queda clara la prudencia de Freud frente al proyecto de fundar un «Estado de los judíos», fue la siguiente:
«Estimado Doctor Koffler,
No puedo hacer lo que usted desea. Mi reticencia a interesar al público en mi persona es insalvable y creo que las circunstancias críticas actuales no me incitan para nada a hacerlo. Quien quiera influenciar a la mayoría debe tener algo arrollador y entusiasta para decir, y eso, mi opinión reservada sobre el sionismo no lo permite. Sin dudas tengo los mejores sentimientos de simpatía para esfuerzos libremente consentidos, estoy orgulloso de nuestra universidad de Jerusalén y me alegro por la prosperidad de los establecimientos de nuestros colonos. Pero, por otro lado, no creo que Palestina pueda algún día ser un Estado judío ni que tanto el mundo cristiano como el mundo islámico puedan un día estar dispuestos a confiar sus lugares santos al cuidado de los judíos.
Me hubiera parecido más prudente fundar una patria judía en un suelo históricamente no cargado; en efecto, sé que, para un propósito tan racional, nunca se hubiera podido suscitar la exaltación de las masas ni la cooperación de los ricos. Concedo también, con pesar, que el fanatismo poco realista de nuestros compatriotas tiene su parte de responsabilidad en el despertar del recelo de los árabes. No puedo sentir la menor simpatía por una piedad mal interpretada que hace de un trozo de muro de Herodes una reliquia nacional y, a causa de ella, desafía los sentimientos de los habitantes de la región. Juzgue usted mismo si, con un punto de vista tan crítico, soy la persona que hace falta para cumplir el rol de consolador de un pueblo quebrantado por una esperanza injustificada».
La carta original de Freud se conserva en la colección Abraham Schwadrom de la Universidad Hebrea de Jerusalem [9. Nitzschke, Bernd, Ibídem, p. 10].
En «El malestar en la cultura» señala Freud que cada individuo forma parte de varios grupos a la vez, por lo que los grupos nunca serán homogéneas: rasgos de raza, clase social, religión, profesión, etc., subyacen en cada configuración grupal, que a su vez, empuja a dichos grupos a destacar sus diferencias y por lo general terminan querer imponiendo a los demás. A este mecanismo lo llamó Freud el «narcisismo de las pequeñas diferencias», fenómeno en ocasiones trágico como se manifiesta cuando:
«(…) grupos étnicos afines se repelen recíprocamente: el alemán del Sur no puede aguantar al del Norte; el inglés habla despectivamente del escocés y el español desprecia al portugués, haciéndose la aversión por el otro mucho mayor cuanto mayores son las diferencias y de este modo hemos cesado ya de extrañar la aversión que los galos experimentan por los germanos, los arios por los semitas y los blancos por los hombres de color» [11. Sigmund Freud. «El malestar en la cultura», Buenos Aires: Amorrortu, 2015, p. 103].
Desde la guerra árabe-israelí de 1948, cada 15 de mayo el pueblo palestino recuerda la «Nakba», que en árabe significa «catástrofe». Como símbolo de resistencia guardan las llaves de sus hogares que añoran recuperar.
Señala É. Roudinesco que Freud tuvo la intuición de que la cuestión de la soberanía sobre los Santos Lugares estaría algún día en el centro de una disputa casi insoluble. Temía que una colonización abusiva terminara por oponer, en torno de un fragmento de muro idolatrado, a árabes expulsados de sus tierras y judíos racistas. [8. Roudinesco, Élizabeth, Ibídem, p. 387]. La realidad contemporánea parece darle la razón al viejo profesor vienés.