(…) una generación incapaz de soportar el aburrimiento será una generación de hombres pequeños…
Bertrand Russell, La conquista de la felicidad.
(…) todo hombre (…) se convierte en cierta medida en un comerciante.
Adam Smith
Nuestra sociedad actual, hedonista, rindiendo culto a la omnipotencia de la técnica y los objetos que produce, promete la posibilidad de controlar la naturaleza humana, esto es, operar sobre la vida, la vejez, la enfermedad y la muerte: todo padecimiento se nos afirma que es factible de ser resuelto a través del consumo de objetos y fármacos.
El racionalismo imperante en nuestras sociedades, que a través de sus medios publicitarios y políticos de divulgación juega con la credulidad de los ciudadanos, insiste en que es posible alcanzar un estado de bienestar a través de la pretendida existencia de un objeto adecuado para cada necesidad, objeto que puede obtenerse rápidamente, imponiendo de esta forma un modo de pensar en la cultura basado en la «confianza» de que hay relación entre razón y pensamiento, esto es, que en el pensar de la razón se muestran lo verdadero y la verdad.
Paralelamente, este racionalismo postmoderno induce sutilmente una despolitización de las sociedades actuales, que se refleja en el escaso interés, en general, por los discursos del pensamiento moderno que han producido una ruptura epistemológica con las ilusiones de un saber inmediato, así como en la anecdótica participación de los sujetos en movimientos sociales comunitarios, a menudo sin contemplar ni investigar dichos discursos que posibiliten dar consistencia a esos legítimos y necesarios movimientos. La ciencia y la técnica —en las que se pretende introducir las «ciencias del alma», esto es, la psicología, la psiquiatría, etc.—van dejando grietas ante las cuales ese dios con prótesis, como llamó Freud al hombre contemporáneo, no siempre puede responder de la mejor manera.
En la vida, la única función que nos ha sido dada de antemano es la de ser hijo, puesto que las demás funciones sociales —como son la de ser estudiante, trabajador, amigo, pareja, padre, madre, etc.— requieren apoderarse de ellas y construirlas, y en la medida que éstas se constituyen la función de ser hijo (y dejar de serlo) cobra sentido. El peso de la existencia, por consiguiente, se sostiene sólo al precio de un trabajo, un esfuerzo que no todos los sujetos están en disposición de recorrer y ante el que muchos se derrumban. El individuo contemporáneo, en cambio, es sumergido en una búsqueda de «placer» y «rendimiento» con el mínimo esfuerzo, empujado a la producción de riqueza o plusvalía sin trabajo —piénsese en el ciudadano que deviene un pequeño especulador inmobiliario al considerar que su última adquisición se revaloriza por el sólo hecho de que un nuevo transporte público pasa frente a ella—, esperando así un beneficio sin producción y sin trabajo previo que lo conduce inexorablemente a un atolladero.
A su vez parece imperar en la sociedad contemporánea la obligación de tener una existencia libre de aburrimiento. Russell nos recuerda que «una vida demasiada llena de excitación es una vida agotadora, en la que se necesitan continuamente estímulos cada vez más fuertes para obtener la excitación que se ha llegado a considerar como parte esencial del placer»[1]. Existe, en cambio, una monotonía fructífera que posibilita la construcción de un proyecto de vida que no será posible en una vida llena de distracciones y disipaciones.
En la introducción de Psicología de las masas y análisis del yo[2], Freud afirma que no es posible estudiar los caminos que un hombre aislado recorre para alcanzar la satisfacción de sus deseos o intereses sin considerar las relaciones y vínculos que tiene con sus semejantes, con la comunidad y su cultura. El «individuo-cliente» contemporáneo, con gran dificultad para construir una identidad o sostenerla, dificultad que parece incrementarse día a día, temeroso habitando un mar de incertidumbres económicas y sociales, busca a través de la posesión de bienes y objetos, que no siempre poseen utilidad práctica, compensar o taponar de algún modo el vacío y el miedo a no-ser: el consumo, dice Pichón-Rivière, se vuelve una forma de socialización[3]. A su vez las políticas gubernamentales de inyección de rumor y pánico, alternadas por momentos de euforia bursátil y risk premium («prima de riesgo»), acentúan el carácter ciclotímico y pusilánime de una sociedad que promete atrapar un botín en cualquier momento.
[1] Bertrand Russell, La conquista de la felicidad, Debolsillo, Barcelona, 2011, p. 61.
[2] Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, O.C.
[3] Enrique Pichon-Rivière; Ana P. de Quiroga, Psicología de la vida cotidiana, Nueva Visión, Buenos Aires, 1985, p. 56.