El control social que se ejerce sobre los sujetos cambia con las épocas sociales e históricas, pero en esencia es el mismo que ya enunció Marx hablando de la esclavitud del «fetichismo» de las mercancías o el propio Heidegger [1] al plantear la esclavitud de la imagen y Hume que nos alertó del señuelo de la conexión necesaria [2], esto es, por ejemplo, en el ámbito de la llamada «salud mental» (falsa asociación de palabras), la tendencia a atribuir a cada efecto (síntoma) —por ejemplo, una fobia— una causa objetiva que puede dominarse a través de un fármaco, un consejo o una técnica de modificación de conductas.
Los manuales de autoestima, los programas de radio y de televisión con consejos sobre técnicas de control orgásmico, la cirugía estética con la promesa que la mirada que el sujeto recibe cambiará, las baterías de test de evaluación de la personalidad o del nivel de autoestima o ansiedad, van generando una lenta psicotización de los ciudadanos. Efectos que observamos, a través del relato de los pacientes sometidos a la servidumbre del sexo, es decir, a la genitalización de la sexualidad: sujetos apabullados por consejos, consignas, estadísticas sobre el rendimiento sexual, etc., ya que como señala De Brasi «…en el sexo quizá, se está jugando el mayor nivel de explotación que conoce la historia del hombre» [3], explotación auspiciada por la industria cosmética, farmacológica, la cirugía plástica o la soberanía del cuerpo y del sexo propios.
En «El malestar en la cultura» [4], Freud destaca que el sufrimiento nos amenaza por tres lados:
■■ desde el propio cuerpo, condenado a la decadencia y a la aniquilación, sin poder prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia;
■■ del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas de la naturaleza destructoras omnipotentes e implacables;
■■ de las relaciones con otros seres humanos.
El sufrimiento que emana de esta última fuente, nos dice Freud, quizá nos sea más doloroso que cualquier otro, pero es en este territorio vincular donde el sujeto puede hacer algo más. Así mismo, la finalidad de evitar el sufrimiento relega a un segundo plano la de lograr el placer y en todo caso las tentativas de alcanzar éste pueden llevarnos por caminos muy distintos: por un lado la búsqueda de la satisfacción ilimitada de todas las necesidades se impone como la conducta más tentadora, pero esto significa preferir el placer y el goce a la prudencia y a poco de practicar esta búsqueda un sujeto, cuando faltan los límites que la encauzan, emergerán consecuencias en principio no deseadas.
La evitación del sufrimiento, destaca Freud, puede buscarse por diferentes caminos, diferenciándose éstos según la fuente de displacer a la que se concede máxima atención; estos caminos serían:
■■ el aislamiento voluntario, el alejamiento de los demás, que sería el método de protección más inmediato contra el sufrimiento susceptible de originarse en las relaciones humanas;
■■ el recurso a la química, a través de la intoxicación con sustancias cuya presencia en la sangre o en los órganos proporcionan sensaciones placenteras de fuga momentánea que producirá una felicidad paradójica, modificando nuestra sensibilidad, proporcionando proporcionando un «placer» inmediato, sin mediación de la palabra, que da una aparente independencia del mundo exterior: «… los hombres saben que con ese “quitapenas” siempre podrán escapar al peso de la realidad, refugiándose en un mundo propio que en realidad no les pertenece» [5].
Otra posible vía para evitar el sufrimiento, afirma Freud, consiste en reorientar los fines pulsionales eludiendo la frustración del mundo exterior a través de la sublimación de las pulsiones, cuyo sendero sería, por ejemplo, el proceso creador del artista o el trabajo de los oficios artesanales, que a su vez incorporan al sujeto a la comunidad humana:
La posibilidad de desplazar al trabajo y a las relaciones humanas con él vinculadas una parte muy considerable de los componentes narcisistas, agresivos y aun eróticos de la libido, confiere a aquellas actividades un valor que nada cede en importancia al que tienen como condiciones imprescindibles para mantener y justificar la existencia social. La actividad profesional ofrece particular satisfacción cuando ha sido libremente elegida, no obstante, el trabajo es menospreciado por el hombre como camino a la felicidad. No se precipita a él como a otras fuentes de goce [6].
Observamos hoy día un menosprecio por los oficios y por el trabajo por parte de los estados e instituciones, –por ejemplo, el paulatino desmantelamiento de las escuelas de FP, Formación Profesional– consecuencia quizá de una intrincada y sutil o grosera trama de relaciones económicas que prometen un acceso a la «felicidad» a través de la supuesta inmediatez de los objetos.
Como ya anticipara Freud: «La inmensa mayoría de los seres sólo trabaja bajo el imperio de la necesidad y de esta aversión y problemática humana al trabajo se derivan los más dificultosos problemas sociales» [7]. A su vez, quien vea fracasar sus esfuerzos por alcanzar esa felicidad, «aun hallará consuelo en el placer de la intoxicación crónica, o bien emprenderá esa desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis» [8].
[1] Martin Heidegger, «La época de la imagen en el mundo», Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 2000.
[2] David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, Alianza, Madrid, 1996, p. 94.
[3] Juan Carlos De Brasi; Emilio González, La sexualidad y el poder desde el psicoanálisis (I), EPBCN; Barcelona, 2009, p. 26.
[4] Sigmund Freud, El malestar en la cultura, O. C., p., 3025.
[5] Ibídem, p. 3026.
[6] Ibídem, n. 1.693, p. 3027.
[7] Ibídem.
[8] Ibídem, p. 3030.