La Psiquiatría en tratamiento

Sobre el libro «EL MANICOMIO QUÍMICO»

Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas

Immanuel Kant [1. Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura. Madrid: Alfaguara, 2000, p. 73.]

La concepción psiquiátrica habitual sigue los preceptos que estipularon en su momento Emil Kraepelin y Eugen Bleuler, convencidos de que en alteraciones orgánicas del cerebro están el origen y la causa de las enfermedades mentales, suponiendo a la vez que el avance de las neurociencias y el progreso de la industria farmacológica lograría en un futuro resolverlas. Estas intervenciones médicas desembocan en no pocas ocasiones, como señala Piero Cipriano [2. Cipriano, Piero. El manicomio químico. Madrid: Enclave de Libros, 2017.], en una práctica violenta y silvestre sobre los cuerpos de los pacientes: sujeción física, contención química, electroshock, y en no pocas ocasiones «psiconeurocirugía», basados todos estos procedimientos invasivos en supuestos y fundamentos anatomofisiológicos o bioquímicos de la «enfermedad».



¿La sociedad capitalista no produce bienes ni valores de uso, produce y consume mercancías [3. Marx, Karl. «El carácter fetichista de la mercancía y su secreto» en El Capital, tomo I, p. 87. México: Siglo XXI Editores, 2001.]. La disciplina médica psiquiátrica no escapa a este esquema mercantil, y en ocasiones interviene de manera invasiva «sobre» los pacientes del mismo modo que si luego de un terremoto se quisiera tapar con cemento las grietas producidas en la tierra. Qué emancipación puede alcanzar un sujeto que al medicarlo se lo enmudece?, ¿cuál es la razón que rige estas políticas de medicalización y sujeción de los individuos?

«El manicomio químico». Piero Cipriano. Ediciones Enclave. Introducción de Carlos Ledesma Lara.

Cabe preguntarnos ¿la psiquiatría como especialidad de la medicina opera «clínica» y «terapéuticamente» o se limita a generar interminables categorías psiquiátricas con cada versión DSM que se publica basadas en estudios «socioestadísticos» arbitrarios al servicio de la industria farmacéutica? Sabemos que diversas propuestas y movimientos críticos con la psiquiatría oficial se limitan mayormente a describir y denunciar las prácticas reduccionistas, algo indudablemente imprescindible, pero adolecen, por lo general, de un análisis teórico y una propuesta sobre cuáles son los mecanismos psíquicos que están en juego en la locura, es decir, no es suficiente limitarse a descubrir y narrar las atrocidades a las que en ocasiones se someten a los desafortunados pacientes que caen y quedan atrapados en esas tramas institucionales regidas por postulados y axiomas deterministas.

En el caso de las prácticas médicas que abordan la llamada «salud mental», desde una perspectiva positivista el objeto de la misma sería la conducta de los individuos así como su normalización o control mediante técnicas «conductuales» y farmacológicas estipuladas en manuales estandarizados de diagnóstico e intervención. De este modo la psiquiatría se presenta, como señala Foucault, como una disciplina de poder sobre los sujetos y no como una ciencia humana emancipadora de las fuerzas enajenantes que la cultura ejerce sobre la sociedad y ante las cuales no todos los sujetos responden de la misma manera, ni todos pueden librarse de sus efectos perversos y apropiarse de los positivos que sin duda también aquella tiene.

La práctica psiquiátrica habitual pone el acento en la cuantificación y en la fiabilidad de sus test, escalas y criterios pseudo-diagnósticos, basada en un empirismo radical positivista, sin contemplar la singularidad de cada caso clínico, es decir, la dimensión histórica y subjetiva de cada sujeto, ni sus condiciones familiares así como las sociales, políticas y económicas de la época. El supuesto avance de las neurociencias en las últimas décadas ha tenido como primer efecto una sospechosa operación de medicalización generalizada de la población.

Un ejército de tecnócratas reducen la psiquiatría y la psicología a una rama de la medicina que pone el énfasis en el diagnóstico y el tratamiento farmacológico. La operación de medicalización es aquella mediante la cual se transforma una problemática en principio no considerada médica o de salud, en un problema médico bajo la forma de una enfermedad o un trastorno: cuando, «no querer ir a…», se denomina «tener fobia», «ser reservado» a «ser autista o esquizo», «ser inquieto» a «ser hiperactivo» [4. De Brasi, Juan Carlos. Apreciaciones sobre la violencia simbólica, la identidad y el poder. Barcelona: EPBCN Ediciones, 2016, p. 37.] y que las propias familias de los «pacientes» diagnosticados, asumen y refuerzan el acto médico. Paralela a ella, tenemos la farmacologización, operación de expansión del mercado farmacéutico incluso a la población sana, siendo los Estados clasistas quienes compran la mayor parte de la producción de fármacos y gobiernan, por tanto, los estados de ánimo de la población que controlan. Las instituciones dicen velar y promover la salud de la población, lo que en realidad hacen es, mediante modelos privados, promocionar con violencia la enfermedad pública.


Videos de la presentación de los libros: 

«El manicomio químico» de Piero Cipriano.

«Sobre la locura» de Fernando Colina.


 




La sexualidad: una «mercancía» contemporánea.

Podemos considerar que después de realizar una lectura atenta del Banquete de Platón, Freud es el primero que plantea formalmente la distinción entre sexualidad y sexo destacando que la sexualidad no está donde creemos que está, ya que la sexualidad está siempre de alguna manera en ausencia, no es observable ni visible, ni se reduce a una localización orgánica:



(…) ya el filósofo Schopenhauer había señalado con palabras de inolvidable vigor la incomparable importancia de la vida sexual; por otra parte, lo que el psicoanálisis denominó «sexualidad» de ningún modo coincidía con el impulso a la unión de los sexos o a la provocación de sensaciones placenteras en los órganos genitales, sino más bien con el Eros del Symposion platónico, fuerza ubicua y fuente de toda vida [1].

Partiendo de la reflexión freudiana, Juan Carlos De Brasi plantea algunas consideraciones sobre la distinción entre sexualidad y sexo:

■■ La sexualidad no soporta ninguna técnica que pueda dar cuenta de ella bajo la promesa del encuentro con la plena satisfacción sexual que las pulsiones han dispuesto desde el comienzo como imposible. Las operaciones psicoterapéuticas de autoayuda, cuya meta es la creación de baluartes narcisistas, cosifican el sexo como territorio de exploración, manipulación y explotación de las zonas genitales, reduciendo las zonas erógenas a las zonas genitales. La sexualidad, por el contrario, tal como se entrelaza en el tramado pulsional, es la evitación de la plenitud.

■■ Cualquier técnica «sexológica» es en cierto modo una simulación, debido a la confusión entre sexo y sexualidad que la rige desde el comienzo. Entre la amplia gama de recursos técnicos, que proponen solventar la imposibilidad de la satisfacción pulsional, encontramos desde métodos de registros, consejos sexuales, protocolos de cómo hay que actuar a la hora del encuentro con otro cuerpo, ejercicios físicos, posturales, artefactos a neurofármacos diversos: «Donde el sexo se hace ostensible, a través de procedimientos calculables la sexualidad se recluye en moradas incalculables, fuera de las representaciones habituales y de sus estrategias de captura»[2].

■■ El sexo localizado, manoseado, mal hablado, tapona los laberintos de la sexualidad, sustituyendo el ars erótica por una scientia sexualis[3], disociándola de la dimensión exclusivamente humana del lenguaje, la palabra, para someterla a la dictadura de la fisiología y la neuroanatomía: el sexo de la imagen y la soberanía del cuerpo reprime la sexualidad justamente allí donde simula mostrarse.

Sabemos de una política sobre el sexo que con sus procedimientos, técnicas y consejos apunta a los cuerpos en su afán de modelarlos y dominarlos, como ninguna política de control social la había desplegado hasta el momento —como ejemplo, las políticas «sanitarias» para el control de la gripe A, el virus del papiloma humano, la farmacología impulsada por el Ministerio de Sanidad para la eyaculación precoz [4], etc.—. La industria cosmética, la cirugía plástica, las empresas farmacéuticas, tienen a los estados atrapados y éstos, a través de sus políticas de mera gestión, ceden a las presiones de estos sectores que a su vez generan un mercado de la «enfermedad» y el «pánico».

Una de las más evidentes injusticias sociales es la de que el standard cultural exija de todas las personas la misma conducta sexual, que, fácil de observar para aquellos cuya constitución se lo permite, impone a otros los más graves sacrificios psíquicos. Aunque claro está que esta injusticia queda eludida en la mayor parte de los casos por la transgresión de los preceptos morales[5].

La publicación de los «Tres ensayos para una teoría sexual» provocó un escándalo en la Viena victoriana con su tesis y planteamientos respecto a la problemática de la sexualidad humana. Hasta ese momento los psiquiatras de la época estudiaban o mejor dicho clasificaban toda una serie de conductas que consideraban patológicas —sadismo, masoquismo, filias, etc.—, pero partiendo de la existencia de un instinto sexual genéticamente adquirido y estereotipado a modo de un patrón de conducta animal heredado. Freud vino a romper esta idea, hasta ese momento incuestionable, reservando el término instinto para referirse al comportamiento animal que tiene un objeto prefijado y una finalidad precisos, es decir, satisfacer una necesidad biológica como el hambre, la sed, la reproducción natural de la especie.

En el ser humano, en cambio, las cosas son diferentes: si mi pareja me pide un vaso de agua por la noche ¿me está demandando sólo agua o algo más?, si le llevo el agua en un vaso de plástico y me pide que sea en un vaso de cristal, ¿cuál es la demanda que está en juego? Diríamos que está en juego una demanda de otro orden, no de la necesidad fisiológica, sino de amor, de amor y reconocimiento, empujada por una pulsión —libido— sobredeterminada por un deseo —inconsciente—, articulada con el lenguaje. El sujeto se pregunta por el deseo del otro, deseo que siempre será enigmático para aquél: «¿Che vuoi?», «¿qué quieres?», expresión que Lacan toma de la novela de Jacques Cazotte, El diablo enamorado, al interpelar por el deseo del otro, el sujeto se pone en la senda de la pregunta por el propio deseo: «te deseo, aunque no lo sepa» [6].

Hasta el momento en que Freud plantea la existencia de la sexualidad infantil, lo que escandalizó al ámbito académico y conmovió los cimientos de la cultura en occidente, se suponía que la sexualidad humana emergía en la pubertad y se la consideraba vinculada exclusivamente a la genitalidad.

Pretender que los niños no tienen vida sexual (excitaciones sexuales, necesidades sexuales y una especie de satisfacción sexual) y que esta vida despierta en ellos bruscamente a la edad de doce a catorce años, es, en primer lugar, cerrar los ojos ante evidentísimas realidades y, además, algo tan inverosímil y hasta disparatado, desde el punto de vista biológico, como lo sería afirmar que nacemos sin órganos genitales y carecemos de ellos hasta la pubertad [7].

Freud fue el primero en demostrar que la sexualidad humana escapa a la genitalidad, que sexualidad y genitalidad no son equiparables. Así mismo, hubo una lectura errónea de la teoría de la sexualidad y el origen de las neurosis, intencional o no, que desembocó en la creencia de que la liberación de las pulsiones libidinales no satisfechas, más allá de los límites establecidos por la cultura, sería el modo de resolver las afecciones neuróticas —pensemos en la llamada «revolución sexual» de los sesenta o el destape como modelo de liberación—. En ese sentido el concepto de represión —psíquica— no es pensado por el psicoanálisis como un defecto ni un obstáculo, sino como un mecanismo que posibilita la constitución del psiquismo humano: el tormentoso reservorio pulsional sin límites desemboca en la imposibilidad de convivencia y de construcción de vínculos o en la psicosis.

Por supuesto que Freud no duda de la participación de lo biológico en la sexualidad, pero contempla que al haber lenguaje hay significación y de este modo la necesidad biológica está tocada inevitablemente por él. La sexualidad humana desborda de este modo la genitalidad, ya que no se reduce al contacto de los órganos genitales, prueba de ello es que las perversiones son exclusivamente humanas, mientras que el reino animal desconoce este fenómeno: el animal no mata por placer, ni viola; en el ser humano esto sí puede ocurrir y ocurre.

El descubrimiento freudiano consiste en que la sexualidad está en todo, pero que no todo es sexual —como en cambio rezaba la principal crítica al psicoanálisis, tildado vanamente de «pansexualismo»—; la sexualidad está en el nudo de los malestares psíquicos y sufrimientos cotidianos: en las neurosis, en las psicosis, en las perversiones, así como en las producciones culturales y sociales del hombre. Y sin embargo no hay que olvidar que aun siendo la «moral sexual y cultural» y sus prejuicios un elemento capital en la producción de malestares psíquicos, la llamada «libertad sexual» como práctica no es garantizadora de bienestar psíquico.

La problemática de la sexualidad, asimilada a la del sexo, ha sido promovida por los discursos institucionales con la vana pretensión de instituir un saber sobre la misma. La hipocresía de la moral burguesa, desenmascarada por Freud, aún sigue dominando la sociedad actual, donde emerge un sexo «a la carta», donde parecería que ya no quedan límites por transgredir, imponiendo la necesidad de inventar otros nuevos, convirtiendo de este modo los cuerpos en una mercancía más.


[1] Ídem, «Las resistencias contra el psicoanálisis», O.C., p. 2804.

[2] Juan Carlos De Brasi; Emilio González Martínez, La sexualidad y el poder desde el psicoanálisis (I), EPBCN, Barcelona, 2003, pp. 29-31.

[3] Michel Foucault, Historia de la sexualidad, vol. 1, La voluntad de saber, Siglo XXI, Buenos Aires, 202, p. 73.

[4] Un ejemplo de la intromisión por parte de las instituciones en la sexualidad de los sujetos, lo tenemos en esta nota de prensa sobre la «eyaculación precoz en España», que dice: «Cuatro de cada diez hombres han sufrido eyaculación precoz en algún momento de su vida, según muestran los resultados del Estudio Demográfico Español sobre Eyaculación Precoz (DEEP), realizado en 1.000 hombres de entre 18 y 59 años, y que ha sido elaborado por la Asociación Española de Andrología (ASESA), con la colaboración de Janssen-Cilag (…) El mismo estudio revela que el 55% de ellos lo considera el problema sexual más importante por encima de otros como la disfunción eréctil». En dicho artículo se señala que: «… la eyaculación precoz (…) es un problema muy frecuente y que, junto con la disfunción eréctil es el trastorno sexual que más afecta al varón (…) genera ansiedad, preocupación. Lo que lo psicólogos llaman ansiedad de ejecución, es decir el miedo al que se enfrenta un varón cuando se expone a una relación sexual que empeora la situación. El estrés fundamentalmente y la falta de tiempo son los principales causantes de la eyaculación precoz y por lo tanto de una mala relación sexual». Curiosamente, después de generarse esta alarma, dicho laboratorio pone a la venta el fármaco que considera como el único eficaz para «curar» esta «patología», el denominado Piligry®, un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina que no es necesario tomar de forma continuada para solucionar la eyaculación precoz, sino tomarlo entre una y tres horas antes de mantener la relación sexual. Este laboratorio, recordemos, también participó en los estudios previos de la anunciada «pandemia» de la gripe A fabricando las «oportunas» vacunas ante la alarma creada por los ministerios y organismos sanitarios mundiales con la autorización de los correspondientes gobiernos, gobiernos que, después de haberlas adquirido rápidamente, ahora las guardan en sus almacenes.

Fuentes: http://www.aegastro.es/aeg/ctl_servlet?_f=7&pident=8729; http://www.abc.es/20091215/sociedad-salud/ 200912151326.html; http://www.psiquiatria.com/noticias/laboratorios/janssen-cilag/47628/

[5] Sigmund Freud, «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna», O.C., p. 1255.

[6] Jacques Lacan, El Seminario, libro 10: La angustia, Paidós, Buenos Aires, 2006, p. 37.

[7] Sigmund Freud, «Lección XX. La vida sexual humana» en «Lecciones introductorias al psicoanálisis», O.C., p. 2316.





La (mal) llamada «Salud Mental»

Bajo el área sanitaria que se dio en llamar «salud mental» —una «falsa alianza de palabras» [1]—, se cobijan y «especializan» diversas prácticas «psi»: la psiquiatría, considerada una especialidad de la medicina y subordinada por tanto a ella, la psicofarmacología, la psicología del trabajo y la educación social, la logopedia, etc., todas ellas con sus protocolos de intervención y regidas por manuales de categorización diagnóstica. El uso del término «salud mental» lleva implícita la idea de un diagnóstico, un pronóstico y un tratamiento protocolarios y por tanto de «enfermedad mental».



Tomemos un caso clínico concreto:

Un joven que a la edad aproximada de 24 años comienza a mantener un intenso consumo de drogas, al punto de abandonar su trabajo dentro de su horario para desplazarse a un poblado del conurbano madrileño para adquirir las sustancias. El joven termina siendo despedido de la empresa así como acumulando una cantidad de deudas a las que no pudo hacer frente. La familia desbordada por la situación recurre a diversos centros de internamiento de la comunidad de los que el joven escapa una y otra vez. Ya en una situación médica límite, los padres acuden a consulta donde plantean el caso. En la primera entrevista familiar, los padres se acusan mutuamente de la situación del hijo, que una vez dado de alta, tiene su primera entrevista con un analista. El paciente está físicamente muy deteriorado, se muestra cordial con el equipo pero irascible con sus padres.

A partir de esa entrevista se acuerda con el joven una sesión semanal a la que acudirá puntualmente, hasta que después de un breve período de consumo intenso vuelve a instalarse en el poblado. Los padres no lo localizan durante unas tres semanas; pasadas éstas el joven llama al analista pidiendo retomar las sesiones en las cuales relata con detalles los acontecimientos en los que en los últimos años se vio envuelto: pequeños hurtos en tiendas e incluso, o ejerciendo de conductor de toxicómanos con el vehículo que aun poseía, lo que se conoce como «kundero». El paciente relató como en los centros de tratamiento era sometido a «interrogatorios» y prácticas en grupo de usuarios donde debía «confesar» su mala conducta y cómo los propios usuarios de los mismos ejercían funciones de vigilancia y control. «Yo necesito hablar y que me escuchen, no que me vigilen», afirmó en una de sus sesiones.

Más allá de la necesidad de dichos centros de internamiento comunitario para algunos casos límite, para este joven no era el lugar adecuado. En otra sesión el analizante comenta una frase que su padre le había dicho en cierta ocasión: «cuando seas padre, cosa que dudo, sabrás de lo que te hablo». El joven escuchó atónito esta frase y se preguntó «¿qué me quiso decir mi padre?, ¿que siempre seré un hijo?, ¿qué si no soy padre no tengo palabra?». Frases del estilo pueden enredarse en el psiquismo de un sujeto generando confusión y poniendo en cuestión la ambigüedad de la figura paterna. A lo largo de este trabajo veremos que este tipo de frases habituales, que no necesariamente generarán problemáticas psíquicas en quienes como hijos las escuchen, no pueden ser deconstruidas con psicofármacos, ni tampoco atosigando al paciente con consejos pseudoterapéuticos del orden «debes trabajar», «las drogas son malas» o los clásicos «debes poner voluntad» o «es necesario que trabajes tu autoestima», o diciéndole que es un «drogodependiente» —esto es, un «enfermo mental»— dando a entender de este modo que es un enfermo que aun dejando de consumir siempre estará ante la posibilidad de una «recaída».

Cuando se habla de «salud mental» se pone en juego lo que en términos jurídicos compete al llamado orden público, orden que abarca cuestiones de seguridad y de sanidad públicas en una sociedad. Es la administración pública la encargada de prevenir desde accidentes naturales u ocasionados por sus ciudadanos, así como epidemias e intoxicaciones alimentarias. El mantenimiento del orden público implica poner límites a los ciudadanos por el bienestar común: exceso de ruidos, control de velocidad, etc. Por tanto si un ciudadano se desenvuelve y desplaza dentro del orden establecido por la ciudad, barrio o pueblo, podemos decir que en el ejercicio y cumplimiento de sus obligaciones responde a los preceptos del orden público y que, en ese sentido, gozaría de buena salud mental. Pero sabemos de personas que por sí solas no pueden desplazarse ni salir a la calle solas y que no alteran el orden público, personas que requieren y demandan otro tipo de intervención por parte de las administraciones que éstas no brindan o no pueden brindar.

La persona diagnosticada de enfermedad mental puede perder parte de su capacidad de obrar, conservando en cambio su capacidad jurídica, y según el grado de discapacidad que se considere que presenta, podrá ejercer algunos derechos y otros no. De este modo el derecho del sujeto queda suspendido, en parte o totalmente, por el tiempo que los jueces, médicos y la familia del paciente determinen. Un psicoanalista puede trabajar en el ámbito de la salud mental como cualquier otro trabajador del sector, pero podemos considerar que el psicoanálisis no se ocupa de la salud mental. Esto se debe a que el psicoanálisis se dirige, como práctica, a sujetos con pleno derecho de decidir, construir o postergar un proyecto de vida.

El psicoanalista o profesional que responde a los conceptos y preceptos psicoanalíticos debe estar muy atento a no quedar absorbido o atrapado en las prácticas de control, vigilancia y castigo que habitualmente se utilizan en las intervenciones en salud mental. Un psicoanalista, así como un acompañante terapéutico, puede trabajar en una prisión o en un psiquiátrico, lugares ambos donde los derechos de los residentes quedan suspendidos, pero cuando se habla de sujeto se habla de alguien que puede responder por sus actos, deseos y enunciados y esto debe ser tenido en cuenta.

Para la Organización Mundial de la Salud, O.M.S., «la salud mental se define como un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, pudiendo afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad» [2]; a esto se añade la definición general de salud, que la O.M.S. considera «un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Ya Freud, que no hacía una distinción radical entre enfermedad y salud psíquica, había enunciado que:

Del mismo modo que entre salud y enfermedad no existe una frontera definida y sólo prácticamente podemos establecerla, el tratamiento no podrá proponerse otro fin que la curación del enfermo, el restablecimiento de su capacidad de trabajo y de goce. Cuando el tratamiento no ha sido suficientemente prolongado o no ha alcanzado éxito suficiente, se consigue, por lo menos, un importante alivio del estado psíquico general, aunque los síntomas continúen subsistiendo, aminorada siempre su importancia para el sujeto y sin hacer de él un enfermo [3].

Ahora bien, pongamos como ejemplo el caso de una pareja que decide separarse y recurre a diferentes puntos de asesoramiento que le brinda la comunidad. La separación desemboca en un pleito por ver quien se queda con la casa, con los hijos, acabando entre órdenes de alejamiento, visitas a los hijos a través de un tercero o un punto de encuentro que determine el juez o asociación de ayuda a padres o madres, y los hijos menores de edad declarando ante dicho juez para decir a quién prefieren o que padre los quiere más, ¿podríamos afirmar que la salud mental de estos padres es buena?: jurídicamente sí, ya que estos padres saben contratar letrados, desplazarse por la ciudad, pedir permisos en sus trabajos así como dejar a sus hijos con terceros [4]. Este ejemplo muestra claramente la diferencia que existe entre el concepto jurídico de salud mental y otro más sutil, no enmarcado en la idea de orden público.

Los animales, además del hombre, tienen mente, ya que en el momento en que un ser vivo tenga un aparato sensorial por rudimentario que sea (visión, audición, olfato, tacto) habrá necesariamente un procesamiento neuronal (mental): la información que recibe el aparato sensorial requiere ser procesada para manejarse en el mundo y responder en él. De este modo lo «mental» se sostiene en los órganos del sistema nervioso. Recordemos los maravillosos trabajos de Iván Pavlov sobre el reflejo condicionado[5], que el propio Freud reconoce como tales, en los que se relata/describe como un estímulo independiente que se presenta a un animal —la comida— produce la salivación de éste; luego, al asociar la comida a otro estímulo inicialmente neutro —por ejemplo un sonido— éste pasa a ser un estímulo condicionado que producirá el mismo efecto en el animal —salivación— que el estímulo independiente.

Pero esto en el ser humano no es siempre así, como el propio Pavlov advierte:

«Si los conocimientos obtenidos en los animales superiores relativos a las funciones del corazón, estómago y de los demás órganos, tan semejantes a los del hombre, sólo se deben aplicar a éste con precaución, confirmando constantemente la analogía efectiva de la actividad de dichos órganos entre los animales y el hombre, qué cuidado más intenso no será necesario desplegar para el traspaso al hombre de los conocimientos exactos científico-naturales de la más elevada actividad nerviosa, obtenidos por primera vez sobre los animales, desde el momento en que, precisamente por esta actividad, se destaca el hombre de modo tan sorprendente de los demás animales, se coloca a una altura tan inconmensurable sobre todo el mundo de los seres vivos que le rodean. Sería una gran ligereza considerar estos primeros pasos en el estudio de la fisiología de la corteza cerebral como capaces de resolver los problemas intrincados de la alta actividad psíquica del hombre, cuando de hecho, en el momento actual, no es posible aplicar, sin más ni más, los resultados obtenidos en los animales al hombre» [6].

Los procesos del aparato psíquico humano no se reducen a un encadenamiento causal entre estímulos y respuestas, hay algo que va más allá de lo «mental» y que Freud, basándose en los trabajos de Theodor Lipps, llamó inconsciente, una noción, un concepto «metapsicológico» que ya Nietzsche, Schopenhauer, Platón entre otros, cada uno a su modo, habían intuido. Hoy día la psiconeurofisiología retorna a un punto anterior al de la teoría freudiana, teoría que produjo una ruptura radical con la idea de la primacía de la conciencia y la fisiología neuronal. Como advierte Pavlov, no es posible aplicar sin más los resultados obtenidos en los experimentos con animales al hombre: el animal no humano «se pega a la realidad y no goza de ninguna distancia respecto a ella» [7]. El animal es un ser de urgencia, mientras que el hombre puede, aunque no siempre, ser un ser de espera. Tomemos el ejemplo de un eclipse de sol: para un animal, lo real del fenómeno está pegado a la realidad —si oscurece a pleno día se irá a dormir—; en el hombre, en cambio, ese oscurecimiento inesperado puede producir un estado de angustia e incertidumbre, una dislocación del tiempo que intentará explicar de diferentes modos, atribuyéndolo por ejemplo a un castigo divino o, más adelante, otorgándole una explicación científica. En todo caso, es el lenguaje, en el hombre, lo que proporciona un sentido a un fragmento de lo real. En uno de sus últimos escritos Freud establece una clara definición del concepto de inconsciente:

La cuestión de la relación del consciente con lo psíquico puede ser considerada ahora como establecida: la conciencia es sólo una cualidad o atributo de lo que es psíquico, pero una cualidad inconstante. Pero existe otra objeción que hemos de aclarar. Se nos dice que, a pesar de los hechos que hemos mencionado, no es necesario abandonar la identidad entre lo que es consciente y lo que es psíquico; los llamados procesos psíquicos inconscientes son los procesos orgánicos que desde hace tiempo se ha reconocido que corren paralelos a los procesos mentales. (…) la conciencia sólo puede ofrecernos una cadena incompleta y rota de fenómenos. (…) Ni es necesario suponer que esta visión alternativa de lo psíquico sea una innovación debida al psicoanálisis.

Un filósofo alemán, Theodor Lipps, afirmó con la mayor claridad que lo psíquico es en sí mismo inconsciente y que lo inconsciente es lo verdaderamente psíquico. El concepto del inconsciente ha estado desde hace tiempo llamando a las puertas de la psicología para que se le permitiera la entrada. La filosofía y la literatura han jugado con frecuencia con él, pero la ciencia no encontró cómo usarlo. El psicoanálisis ha aceptado el concepto, lo ha tomado en serio y le ha dado un contenido nuevo. Con sus investigaciones ha llegado a un conocimiento de las características de lo psíquico inconsciente que hasta ahora eran insospechadas y ha descubierto algunas de las leyes que lo gobiernan. Pero nada de esto implica que la calidad de ser consciente haya perdido su importancia para nosotros. Continúa siendo la luz que ilumina nuestro camino y nos lleva a través de la oscuridad de la vida mental. Como consecuencia del carácter especial de nuestros descubrimientos, nuestro trabajo científico en la psicología consistirá en traducir los procesos inconscientes en procesos conscientes, llenando así las lagunas de la percepción consciente…[8]

Las ciencias exactas tienen definido o al menos acotado su objeto de estudio e investigación. Pero en el caso de las prácticas dedicadas a la «salud mental» ¿cuál sería dicho objeto? Los manuales técnicos académicos nos indican que el mismo sería la conducta de los individuos y su normalización o control, encontrándose en ellos clasificaciones de psicopatologías y técnicas de intervención, así como la indicación de la farmacología pertinente para cada una de dichas patologías. Todo esto bajo un modo de diagnóstico e intervención estandarizado.

Tomemos otro caso extraído de la práctica clínica:

Un sujeto llega a consulta con un «diagnóstico» previo de hipomanía. El paciente relata que estuvo ingresado en diferentes unidades hospitalarias de psiquiatría y dos pisos tutelados para enfermos mentales. Los síntomas, tal como el sujeto comentó en las entrevistas preliminares, así como corroboraron miembros de su familia y el psiquiatra de referencia, consistían en presentar una actividad laboral incansable y a un ritmo fuera de lo habitual que sólo le requería unas pocas horas de reposo para luego retomar nuevamente. Dicha actividad era productiva, esto es, centrada en su trabajo, que consistía en la gestión de un negocio familiar. Actividad productiva pero frenética que desbordó al sujeto dando comienzo a un período de consumo de ansiolíticos, somníferos, según diversas prescripciones médicas, y a un largo recorrido por psiquiátricos y pisos tutelados.

Otro sujeto llega a la misma consulta también diagnosticado de hipomanía. En este caso el sujeto realizaba compras de objetos innecesarios poniendo en peligro el patrimonio y la economía familiar. El segundo paciente recibió el mismo diagnóstico y un tratamiento farmacológico y psiquiátrico similar al anterior. En el primer caso, el sujeto «hipomaníaco» desarrollaba aplicaciones informáticas en un tiempo menor al que cualquier profesional especializado emplearía. El segundo, que era un directivo de un empresa, dilapidaba su patrimonio sin descanso. El incipiente programador informático fue tratado como un enfermo, sin considerar que quizá detrás de ese torbellino de actividad galopaba un deseo desbordado que el sujeto necesitaba —puesto que manifestaba querer salir de esa situación— a través de un trabajo clínico adecuado, encauzar, al modo en que se construye un dique en un río caudaloso que con los mecanismos adecuados hará girar una turbina y producirá energía eléctrica.

Tratar todos los casos de igual manera sin tener en cuenta qué está en juego en cada sujeto y qué lleva a cada uno a construir una sintomatología determinada sólo conduce a una práctica clínica de una ética dudosa que desemboca en la precipitación diagnóstica, a encasillar al paciente en una etiqueta y pretender «curarlo» farmacológicamente. Asistimos en las últimas décadas, de la mano del «avance» técnico de las disciplinas y especialidades médicas, a una operación de «medicalización» generalizada de la población por parte de las prácticas «psi», incorporadas en cierto modo a la medicina, reduciendo los malestares anímicos a orígenes biológicos en base a modelos biomédicos que no consideran los aspectos y problemáticas históricas de los pacientes, ni los conflictos familiares, sociales, económicos.

De este modo la psiquiatría —y la psicología que a su vez pretende pertenecer al campo de las profesiones sanitarias— se reduce a ser una rama de la medicina, haciendo hincapié en el diagnóstico y el tratamiento farmacológico que emerge de él, donde en la mayoría de las ocasiones la invención del fármaco precede al propio diagnóstico, es decir, se desarrolla un psicofármaco y luego se busca su aplicación. En el ámbito institucional, la asistencia psiquiátrica manifestó en el marco de diversos procesos de reforma desde los años sesenta, una transformación que posibilitó desplazar la intervención psiquiátrica clásica desde las instituciones de ingresos y reclusión generalizada a las unidades y pabellones de psiquiatría en los hospitales generales y a la atención ambulatoria mediante centros de día y centros de salud mental. Sin embargo este proceso ha quedado detenido y no ha experimentado un avance a prácticas que contemplen una atención al paciente más allá de lo médico, lo farmacológico y lo asistencial.

Curiosamente la teoría de Pavlov fue presentada como un mero reduccionismo fisiológico por sus propios seguidores y la psicología conductista, velando la importancia que el fisiólogo ruso dio al lenguaje como característica específicamente humana:

(…) el lenguaje constituye nuestro segundo sistema de señalización de la realidad [el primero lo constituye el sistema sensorial que compartimos con los animales no humanos], que es específicamente humano y consiste en la señal de las señales primarias [sensoriales]. En parte, las múltiples excitaciones que recibimos a través del lenguaje nos han alejado de la realidad, lo que debemos recordar siempre para no permitir que se deformen nuestras relaciones con ella [9].


[1] Octave Mannoni, Freud. El descubrimiento del inconsciente, Nueva Visión, Buenos Aires, 1997, p. 97.

[2] Fuente: O.M.S., http://www.who.int/features/qa/62/es/index.html.

[3] Sigmund Freud, «El método psicoanalítico», Obras Completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1987, p. 2107. Las citas de los textos de Freud se harán según la edición de sus Obras Completas, traducidas por Luis López-Ballesteros y de Torres, Biblioteca Nueva, Madrid, 9 vols., 1987.

[4] Aquí considero válida una aclaración: que los hijos hayan tenido que pasar por situaciones de este tipo, bastantes habituales por otra parte en nuestra sociedad, no implica necesariamente que queden atrapados en un trauma posterior, ya que la insondable decisión del ser de la que hablaba Lacan puede desembocar que de adultos estos hijos piensen y conversen entre ellos diciendo: «mira qué idotas nuestros padres, el lío en que se metieron por nuestro bien».

[5] Ivan Pavlov, Los reflejos condicionados, Ediciones Morata, Madrid, 1997.

[6] Ibídem, p. 409.

[7] Alphonse de Waehlens, Heidegger, Losange, Buenos Aires, 1955, p. 39.

[8] Sigmund Freud, «Algunas lecciones elementales de psicoanálisis», O.C., p. 3423.

[9] Ivan Pavlov, cit. por José María López Piñero, Del hipnotismo a Freud, Alianza, Madrid, 2002, p. 143.