Carta de Freud a Einstein

El porqué de la guerra1

Viena, septiembre de 1932.

Estimado señor Einstein:

Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a cambiar ideas sobre un tema que ocupaba su interés y que también le parecía ser digno del ajeno, manifesté complacido mi aprobación. Sin embargo, esperaba que usted elegiría un problema próximo a los límites de nuestro actual conocimiento, un problema ante el que cada uno de nosotros, el físico como el psicólogo, pudiera labrarse un acceso especial, de modo que, acudiendo de distintas procedencias, se encontrasen en un mismo terreno. En tal expectativa, me sorprendió su pregunta: ¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el destino de la guerra? Al principio quedé asustado bajo la impresión de mi —casi hubiera dicho: «de nuestra»— incompetencia, pues aquélla parecíame una terea práctica que corresponde a los hombres de Estado.

Pero luego comprendí que usted no planteaba la pregunta en tanto que investigador de la Naturaleza y físico, sino como amigo de la Humanidad, respondiendo a la invitación de la Liga de las Naciones, a la manera de Fridtjof Nansen, el explorador del Ártico que tomó a su cargo la asistencia de las masas hambrientas y de las víctimas refugiadas de la Guerra Mundial. Además, reflexioné que no se me pedía la formulación de propuestas prácticas, sino que sólo había de bosquejar cómo se presenta a la consideración psicológica el problema de prevenir las guerras.

Pero usted en su misiva ha expresado ya casi todo lo que podría decir al respecto. En cierta manera, usted me ha sacado el viento de las velas, pero de buen grado navegaré en su estela y me limitaré a confirmar cuanto usted enuncia, tratando de explayarlo según mi mejor ciencia o presunción.

Comienza usted con la relación entre el derecho y el poder: he aquí, por cierto, el punto de partida más adecuado para nuestra investigación. ¿Puedo sustituir la palabra «poder» por el término, más rotundo y más duro, «fuerza»? Derecho y fuerza son hoy para nosotros antagónicos, pero no es difícil demostrar que el primero surgió de la segunda, y retrocediendo hasta los orígenes arcaicos de la Humanidad para observar cómo se produjo este fenómeno, la solución del enigma se nos presenta sin esfuerzo. No obstante, perdóneme usted si en lo que sigue paso revista, como si fuesen novedades, a cosas conocidas y admitidas por todo el mundo: el hilo de mi exposición me obliga a ello.

De modo que, en principio, los conflictos de intereses entre los hombres son solucionados mediante el recurso de la fuerza. Así sucede en todo el reino animal, del cual el hombre no habría de excluirse, pero en el caso de éste se agregan también conflictos de opiniones que alcanzan hasta las mayores alturas de la abstracción y que parecerían requerir otros recursos para su solución. En todo caso, esto sólo es una complicación relativamente reciente. Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad de quien debía llevarse a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquel que poseía las mejores armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad.

Con la adopción de las armas, la superioridad intelectual ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño que se le inflige o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición. Este objetivo se alcanza en forma más completa cuando la fuerza del enemigo queda definitivamente eliminada, es decir, cuando se lo mata. Tal resultado ofrece la doble ventaja de que el enemigo no puede iniciar de nuevo su oposición y de que el destino sufrido sirve como escarmiento, desanimando a otros que pretendan seguir su ejemplo Finalmente, la muerte del enemigo satisface una tendencia instintiva que habré de mencionar más adelante.

En un momento dado, al propósito homicida se opone la consideración de que respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios útiles. Así, la fuerza, en lugar de matarlo, se limita a subyugarlo. Éste es el origen del respeto por la vida del enemigo, pero desde ese momento el vencedor hubo de contar con los deseos latentes de venganza que abrigaban los vencidos, de modo que perdió una parte de su propia seguridad.

Por consiguiente, ésta es la situación original: domina el mayor poderío, la fuerza bruta o intelectualmente fundamentada. Sabemos que este régimen se modificó gradualmente en el curso de la evolución que algún camino condujo de la fuerza al derecho; pero ¿cuál fue este camino? Yo creo que sólo pudo ser uno: el que pasa por el reconocimiento de que la fuerza mayor de un individuo puede ser compensada por la asociación de varios más débiles. L’union fait la force. La violencia es vencida por la unión; el poderío de los unidos representa ahora el derecho, en oposición a la fuerza del individuo aislado.

Vemos, pues, que el derecho no es sino el poderío de una comunidad. Sigue siendo una fuerza dispuesta a dirigirse contra cualquier individuo que se le oponga; recurre a los mismos medios, persigue los mismos fines; en el fondo, la diferencia sólo reside en que ya no es el poderío del individuo el que se impone, sino el de un grupo de individuos. Pero es preciso que se cumpla una condición psicológica para que pueda efectuarse este pasaje de la violencia al nuevo derecho: la unidad del grupo ha de ser permanente, duradera.

Nada se habría alcanzado si la asociación sólo se formara para luchar contra un individuo demasiado poderoso, desmembrándose una vez vencido éste. El primero que se sintiera más fuerte trataría nuevamente de dominar mediante su fuerza, y el juego se repetiría sin cesar. La comunidad debe ser conservada permanentemente; debe organizarse, crear preceptos que prevengan las temidas insubordinaciones; debe designar organismos que vigilen el cumplimiento de los preceptos —leyes— y ha de tomar a su cargo la ejecución de los actos de fuerza legales. Cuando los miembros de un grupo humano reconocen esta comunidad de intereses aparecen entre ellos vínculos afectivos, sentimientos gregarios que constituyen el verdadero fundamento de su poderío.

Con esto, según creo, ya está dado lo esencial: la superación de la violencia por la cesión del poderío a una unidad más amplia, mantenida por los vínculos afectivos entre sus miembros. Cuanto sucede después no son sino aplicaciones y repeticiones de esta fórmula. El estado de cosas no se complica mientras la comunidad sólo conste de cierto número de individuos igualmente fuertes. Las leyes de esta asociación determinan entonces en qué medida cada uno de sus miembros ha de renunciar a la libertad personal de ejercer violentamente su fuerza para que sea posible una segura vida en común. Pero esta situación pacífica sólo es concebible teóricamente, pues en la realidad es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad está formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y padres, y al poco tiempo, a causa de guerras y conquistas, también por vencedores y vencidos que se convierten en amos y esclavos.

El derecho de la comunidad se torna entonces en expresión de la desigual distribución del poder entre sus miembros; las leyes serán hechas por y para los dominantes y concederán escasos derechos a los subyugados. Desde ese momento existen en la comunidad dos fuentes de conmoción del derecho, pero que al mismo tiempo lo son también de nuevas legislaciones.

Por un lado, algunos de los amos tratarán de eludir las restricciones de vigencia general, es decir, abandonarán el dominio del derecho para volver al dominio de la violencia; por el otro, los oprimidos tenderán constantemente a procurarse mayor poderío y querrán que este fortalecimiento halle eco en el derecho, es decir, que se progrese del derecho desigual al derecho igual para todos.

Esta última tendencia será tanto más poderosa si en el ente colectivo se producen realmente desplazamientos de las relaciones de poderío, como acaecen a causa de múltiples factores históricos. En tal caso el derecho puede adaptarse paulatinamente a la nueva distribución del poderío o, lo que es más frecuente, la clase dominante se negará a reconocer esta transformación y se llega a la rebelión, a la guerra civil, es decir, a la supresión transitoria del derecho y a renovadas tentativas violentas que, una vez transcurridas, pueden ceder el lugar a un nuevo orden legal.

Aún existe otra fuente de la evolución legal que sólo se manifiesta en forma pacífica: se trata del desarrollo cultural de los miembros de la colectividad; pero ésta pertenece a un conexo que no habremos de considerar sino más adelante.

Vemos, por consiguiente, que hasta dentro de una misma colectividad no se puede evitar la solución violenta de los conflictos de intereses. Sin embargo, las necesidades y los fines comunes que resultan de la convivencia en el mismo terreno favorecen la terminación rápida de esas luchas, de modo que en estas condiciones aumenta sin cesar la probabilidad de que se recurra a medios pacíficos para resolver los conflictos. Pero una ojeada a la Historia de la Humanidad nos muestra una serie ininterrumpida de conflictos entre una comunidad y otra u otras, entre conglomerados mayores o menores, entre ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados; conflictos que casi invariablemente fueron decididos por el cotejo bélico de las respectivas fuerzas. Semejantes guerras terminan, ya en el saqueo, ya en el completo sometimiento y en la conquista de una de las partes contendientes.

No es lícito juzgar con el mismo criterio todas las guerras de conquista. Algunas, como las de los mogoles y de los turcos, sólo llevaron a calamidades; otras, en cambio, a la conversión de la violencia en el derecho, al establecimiento de entes mayores, en cuyo seno quedó eliminada la posibilidad del despliegue de fuerzas, solucionándose los conflictos mediante un nuevo orden legal. Así, las conquistas de los romanos legaron la preciosa pax romana a los pueblos mediterráneos.

Las tendencias expansivas de los reyes franceses crearon una Francia pacíficamente unida y próspera. Aunque parezca paradójico, es preciso reconocer que la guerra bien podría ser un recurso apropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear unidades tan grandes que una fuerte potencia alojada en su seno haría imposibles nuevas guerras. Pero en realidad la guerra no sirve para este fin, pues los éxitos de la conquista no suelen ser duraderos, las nuevas unidades generalmente vuelven a desmembrarse a causa de la escasa coherencia entre las partes unidas por la fuerza.

Además, hasta ahora la conquista sólo pudo crear uniones incompletas, aunque amplias, cuyos conflictos interiores favorecieron aún más las decisiones violentas. Así, todos los esfuerzos bélicos sólo llevaron a que la Humanidad trocara numerosas y aun continuadas guerras pequeñas por conflagraciones menos frecuentes, pero tanto más devastadoras.

Aplicando mis reflexiones a las circunstancias actuales, llego al mismo resultado que usted alcanzó por una vía más corta. Sólo es posible impedir con seguridad las guerras si los hombres se ponen de acuerdo en establecer un poder central, al cual se le conferiría la solución de todos los conflictos de intereses. Esta formulación involucra, sin duda, dos condiciones: la de que sea creada semejante instancia superior, y la de que se le confiera un poderío suficiente. Cualquiera de las dos, por sí sola, no bastaría.

Ahora bien: la Liga de las Naciones fue proyectada como una instancia de esta especie, pero no se realizó la segunda condición: no posee poderío autónomo, y únicamente lo obtendría si los miembros de la nueva unidad, los distintos Estados, se la confiriesen. No hay duda que actualmente son muy escasas las probabilidades de que tal cosa suceda. Con todo, se juzgaría mal a la institución de la Liga de las Naciones si no se reconociera que nos encontramos ante un ensayo pocas veces emprendido en la Historia de la Humanidad y quizá jamás intentado en semejante escala. Se trata de una tentativa para ganar, mediante la invocación de ciertas posiciones ideales, la autoridad —es decir, el poder de influir perentoriamente— que en general se desprende del poderío.

Hemos visto que una comunidad humana se mantiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia y los lazos afectivos —técnicamente los llamados «identificaciones»— que ligan a sus miembros. Desapareciendo uno de aquéllos, el otro podrá posiblemente mantener unida a la comunidad. Desde luego, las mencionadas ideas sólo poseen trascendencia si expresan importantes intereses comunes a todos los individuos. Cabe preguntarse entonces cuál será su fuerza.

La Historia nos enseña que pudieron ejercer, en efecto, considerable influencia. Así, por ejemplo, la idea panhelénica, la consciencia de ser superiores a los bárbaros vecinos, idea tan poderosamente expresada en las anfictionías, en los oráculos y en los juegos festivos, fue suficientemente fuerte como para suavizar las costumbres guerreras de los griegos, pero no alcanzó a impedir los conflictos bélicos entre las unidades del pueblo heleno y, lo que es más, tampoco pudo evitar que una ciudad o confederación de ciudades se aliara con el poderoso enemigo persa en perjuicio de un rival. Análogamente, el sentimiento de la comunidad cristiana, sin duda alguna poderoso, no tuvo fuerza suficiente para impedir que durante el Renacimiento pequeños y grandes Estados cristianos solicitaran en sus guerras mutuas el auxilio del sultán. Tampoco en nuestra época existe una idea a la cual pudiera atribuirse semejante autoridad unificadora. El hecho de que actualmente los ideales nacionales que dominan a los pueblos conducen a un efecto contrario, es demasiado evidente.

Ciertas personas predicen que sólo la aplicación general de la ideología bolchevique podría poner fin a la guerra, pero seguramente aún nos encontramos hoy muy alejados de este objetivo, y quizá sólo podríamos alcanzarlo a través de una terrible guerra civil. Por consiguiente, parece que la tentativa de sustituir el poderío real por el poderío de las ideas está condenada por el momento al fracaso. Se hace un cálculo errado si no se tiene en cuenta que el derecho fue originalmente fuerza bruta y que aún no puede renunciar al apoyo de la fuerza.

Puedo pasar ahora a glosar otra de sus proposiciones. Usted expresa su asombro por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar a los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del odio y de la destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto, y precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquellos que tienden a conservar y a unir —los denominamos «eróticos», completamente en el sentido del Eros del Symposion platónico, o «sexuales», ampliando deliberadamente el concepto popular de la sexualidad—, o bien son los instintos que tienden a destruir y a matar: los comprendemos en los términos «instintos de agresión» o «de destrucción».

Como usted advierte, no se trata más que de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno de su ciencia. Llegados aquí, no nos apresuremos a introducir los conceptos estimativos de «bueno» y «malo». Uno cualquiera de estos instintos es tan imprescindible como el otro, y de su acción conjunta y antagónica surgen las manifestaciones de la vida.

Ahora bien: parece que casi nunca puede actuar aisladamente un instinto perteneciente a una de estas especies, pues siempre aparece ligado —como decimos nosotros «fusionado»— con cierto componente originario del otro, que modifica su fin y que en ciertas circunstancias es el requisito ineludible para que este fin pueda ser alcanzado. Así, el instinto de conservación, por ejemplo, sin duda es de índole erótica, pero justamente él precisa disponer de la agresión para efectuar su propósito. Análogamente, el instinto del amor objetal necesita un complemento del instinto de posesión para lograr apoderarse de su objeto. La dificultad para aislar en sus manifestaciones ambas clases de instintos es la que durante tanto tiempo nos impidió reconocer su existencia.

Si usted está dispuesto a acompañarme otro trecho en mi camino, se enterará de que los actos humanos aún presentan otra complicación de índole distinta a la anterior. Es sumamente raro que un acto sea obra de una única tendencia instintiva, que por otra parte ya debe estar constituida en sí misma por Eros y destrucción. Por el contrario, generalmente es preciso que coincidan varios motivos de estructura análoga para que la acción sea posible.

Uno de sus colegas de usted, un cierto profesor G. Ch. Lichtenberg, que en los tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Göttingen, ya lo sabía, quizá porque era aún más eximio psicólogo que físico. Inventó la «rosa de los móviles», al escribir: «Los móviles de los actos humanos pueden disponerse como los 32 rumbos de la rosa náutica, y sus nombres se forman de manera análoga; por ejemplo: “pan-pan-gloria, o gloria-gloria-pan”».

Por consiguiente, cuando los hombres son incitados a la guerra habrá en ellos gran número de motivos —nobles o bajos, de aquellos que se suele ocultar y de aquellos que no hay reparo en expresar— que responderán afirmativamente; pero no nos proponemos revelarlos todos aquí. Seguramente se encuentra entre ellos el placer de la agresión y de la destrucción: innumerables crueldades de la Historia y de la vida diaria destacan su existencia y su poderío.

La fusión de estas tendencias destructivas con otras eróticas e ideales facilita, naturalmente, su satisfacción. A veces, cuando oímos hablar de los horrores de la Historia, nos parece que las motivaciones ideales sólo sirvieron de pretexto para los afanes destructivos; en otras ocasiones, por ejemplo frente a las crueldades de la Santa Inquisición, opinamos que los motivos ideales han predominado en la consciencia, suministrándoles los destructivos un refuerzo inconsciente. Ambos mecanismos son posibles.

Temo abusar de su interés, embargado por la prevención de la guerra y no por nuestras teorías. Con todo, quisiera detenerme un instante más en nuestro instinto de destrucción, cuya popularidad de ningún modo corre parejas con su importancia. Sucede que mediante cierto despliegue de especulación hemos llegado a concebir que este instinto obra en todo ser viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración, de reducir la vida al estado de la materia inanimada. Merece, pues, en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos representan las tendencias hacia la vida.

La «pulsión de muerte» se torna «pulsión de destrucción» cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido hacia afuera, hacia los objetos. El ser viviente protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida ajena. Pero una parte del instinto de muerte se mantiene activa en el interior del ser; hemos tratado de explicar gran número de fenómenos normales y patológicos mediante esta interiorización del instinto de destrucción. Hasta hemos cometido la herejía de atribuir el origen de nuestra conciencia moral a tal orientación interior de la agresión.

Como usted advierte, el hecho de que este proceso adquiera excesiva magnitud es motivo para preocuparnos; sería directamente nocivo para la salud, mientras que la orientación de dichas energías instintivas hacia la destrucción en el mundo exterior alivia al ser viviente, debe producirle un beneficio. Sirva esto como excusa biológica de todas las tendencias malignas y peligrosas contra las cuales luchamos. No dejemos de reconocer que son más afines a la Naturaleza que nuestra resistencia contra ellas, la cual por otra parte también es preciso explicar.

Quizá haya adquirido usted la impresión de que nuestras teorías forman una suerte de mitología, y si así fuese, ni siquiera sería una mitología grata. Pero ¿acaso no se orientan todas las ciencias de la Naturaleza hacia una mitología de esta clase? ¿Acaso se encuentra usted hoy en la física en distinta situación?

De lo que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la conclusión de que serán inútiles los propósitos para eliminar las tendencias agresivas del hombre. Dicen que en regiones muy felices de la Tierra, donde la Naturaleza ofrece pródigamente cuanto el hombre necesita para su subsistencia, existen pueblos cuya vida transcurre pacíficamente, entre los cuales se desconoce la fuerza y la agresión. Apenas puedo creerlo, y me gustaría averiguar algo más sobro esos seres dichosos.

También los bolcheviques esperan que podrán eliminar la agresión humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Yo creo que eso es una ilusión. Por ahora están concienzudamente armados y mantienen unidos a sus partidarios, en medida no escasa, por el odio contra todos los ajenos. Por otra parte, como usted mismo advierte, no se trata de eliminar del todo las tendencias agresivas humanas; se puede intentar desviarlas, al punto que no necesiten buscar su expresión en la guerra.

Partiendo de nuestra mitológica teoría de los instintos, hallamos fácilmente una fórmula que contenga los medios indirectos para combatir la guerra. Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: al Eros. Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar contra la guerra. Estos vínculos pueden ser de dos clases. Primero, los lazos análogos a los que nos ligan a los objetos del amor, aunque desprovistos de fines sexuales. El psicoanálisis no precisa avergonzarse de hablar aquí de amor, pues la religión dice también, «ama al prójimo como a ti mismo». Esto es fácil exigirlo, pero difícil cumplirlo. La otra forma de vinculación afectiva es la que se realiza por identificación. Cuando establece importantes elementos comunes entre los hombres, despierta tales sentimientos de comunidad, identificaciones. Sobre ellas se funda en gran parte la estructura de la sociedad humana.

Usted se lamenta de los abusos de la autoridad, y eso me suministra una segunda indicación para la lucha indirecta contra la tendencia a la guerra. El hecho de que los hombres se dividan en dirigentes y dirigidos es una expresión de su desigualdad innata e irremediable. Los subordinados forman la inmensa mayoría, necesitan una autoridad que adopte para ellos las decisiones, a las cuales en general se someten incondicionalmente. Debería añadirse aquí que es preciso poner mayor empeño en educar una capa superior de hombres dotados de pensamiento independiente, inaccesibles a la intimidación, que breguen por la verdad y a los cuales corresponda la dirección de las masas dependientes.

No es preciso demostrar que los abusos de los poderes del Estado y la censura del pensamiento por la Iglesia, de ningún modo pueden favorecer esta educación. La situación ideal sería, naturalmente, la de una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida instintiva a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa podría llevar a una unidad tan completa y resistente de los hombres, aunque se renunciara a los lazos afectivos entre ellos. Pero con toda probabilidad esto es una esperanza utópica. Los restantes caminos para evitar indirectamente la guerra son por cierto más accesibles, pero en cambio no prometen un resultado inmediato. Es difícil pensar en molinos que muelen tan despacio que uno se moriría de hambre antes de tener harina.

Como usted ve, no es mucho lo que se logra cuando, tratándose de una tarea práctica y urgente, se acude al teórico alejado del mundo. Será mejor que en cada caso particular se trate de enfrentar el peligro con los recursos de que se disponga en el momento; pero aún quisiera referirme a una cuestión que usted no plantea en su escrito y que me interesa particularmente. ¿Por qué nos indignamos tanto contra la guerra, usted, y yo, y tantos otros? ¿Por qué no la aceptamos como una más entre las muchas dolorosas miserias de la vida? Parece natural; biológicamente bien fundada; prácticamente casi inevitable. No se indigne usted por mi pregunta, pues tratándose de una investigación seguramente se puede adoptar la máscara de una superioridad que en realidad no se posee.

La respuesta será que todo hombre tiene derecho a su propia vida; que la guerra destruye vidas humanas llenas de esperanzas; coloca al individuo en situaciones denigrantes; lo obliga a matar a otros, cosa que no quiere hacer; destruye costosos valores materiales, productos del trabajo humano, y mucho más. Además, la guerra en su forma actual ya no ofrece oportunidad para cumplir el antiguo ideal heroico, y una guerra futura implicaría la eliminación de uno o quizá de ambos enemigos, debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción. Todo eso es verdad, y parece tan innegable que uno se asombra al observar que las guerras aún no han sido condenadas por el consejo general de todos los hombres. Sin embargo, es posible discutir algunos de estos puntos.

Se podría preguntar si la comunidad no tiene también un derecho a la vida del individuo; además, no se pueden condenar todas las clases de guerras en igual medida; finalmente, mientras existan Estados y naciones que estén dispuestos a la destrucción inescrupulosa de otros, estos otros deberán estar preparados para la guerra. Pero dejaré rápidamente estos temas, pues no es ésta la discusión a la cual usted me ha invitado. Quiero dirigirme a otra meta: creo que la causa principal por la que nos alzamos contra la guerra es la de que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque por razones orgánicas debemos serlo. Entonces nos resulta fácil fundar nuestra posición sobre argumentos intelectuales.

Esto seguramente no es comprensible sin una explicación. Yo creo lo siguiente: desde tiempos inmemoriales se desarrolla en la Humanidad el proceso de la evolución cultural. (Yo sé que otros prefieren denominarlo: «civilización»). A este proceso debemos lo mejor que hemos alcanzado, y también buena parte de lo que ocasionan nuestros sufrimientos. Sus causas y sus orígenes son inciertos; su solución, dudosa; algunos de sus rasgos, fácilmente apreciables. Quizá lleve a la desaparición de la especie humana, pues inhibe la función sexual en más de un sentido, y ya hoy las razas incultas y las capas atrasadas de la población se reproducen más rápidamente que las de cultura elevada. Quizá este proceso sea comparable a la domesticación de ciertas especies animales. Sin duda trae consigo modificaciones orgánicas, pero aún no podemos familiarizarnos con la idea de que esta evolución cultural sea un proceso orgánico.

Las modificaciones psíquicas que acompañan la evolución cultural son notables e inequívocas. Consisten en un progresivo desplazamiento de los fines instintivos y en una creciente limitación de las tendencias instintivas. Sensaciones que eran placenteras para nuestros antepasados son indiferentes o aun desagradables para nosotros; el hecho de que nuestras exigencias ideales éticas y estéticas se hayan modificado tiene un fundamento orgánico. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen ser los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que comienza a dominar la vida instintiva, y la interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas.

Ahora bien: las actitudes psíquicas que nos han sido impuestas por el proceso de la cultura son negadas por la guerra en la más violenta forma y por eso nos alzamos contra la guerra: simplemente, no la soportamos más, y no se trata aquí de una aversión intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas, se agita una intolerancia constitucional, por así decirlo, una idiosincrasia magnificada al máximo. Y parecería que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades.

¿Cuánto deberemos esperar hasta que también los demás se tornen pacifistas? Es difícil decirlo, pero quizá no sea una esperanza utópica la de que la influencia de estos dos factores —la actitud cultural y el fundado temor a las consecuencias de la guerra futura— pongan fin a los conflictos bélicos en el curso de un plazo limitado. Nos es imposible adivinar a través de qué caminos o rodeos se logrará este fin. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra.

Lo saludo cordialmente y le ruego me perdone si mi exposición lo ha defraudado.

Suyo,

Sigmund Freud





Carta de Einstein a Freud

Potsdam, 30 de julio de 1932,1

Estimado profesor Freud:

La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.

Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. Eln lo que a mí atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.

Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y en cuanto esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.

El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.

Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que cl ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y convertirlas en su instrumento.

Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.

Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas «masas iletradas». La experiencia prueba que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.

Para terminar: hasta ahora solo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias. (Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o. también, en la persecución de las minorías raciales.) No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados.

Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción.

Muy atentamente,

Albert Einstein





Carta de Freud al Dr. Frederik van Eeden

Viena, 28 de diciembre de 19141

Distinguido colega:

Esta guerra hace que me atreva a recordarle dos tesis sustentadas por el psicoanálisis que indudablemente han contribuido a su impopularidad.

Partiendo del estudio de los sueños y las acciones fallidas que se observan en personas normales, así como de los síntomas de los neuróticos, el psicoanálisis ha llegado a la conclusión de que los impulsos primitivos, salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido en ninguno de sus individuos sino que persisten, aunque reprimidos, en el inconsciente (para emplear el término de nuestro lenguaje), y que esperan las ocasiones propicias para desarrollar su actividad. Nos ha enseñado también que nuestro intelecto es una cosa débil y dependiente, juguete e instrumento de nuestras inclinaciones pulsionales y afectos, y que todos nos vemos forzados a actuar inteligente o tontamente según lo que nos ordenan nuestras actitudes [emocionales] y resistencias internas.

Ahora bien, si repara usted en lo que está ocurriendo en esta guerra —las crueldades e injusticias causadas por las naciones más civilizadas, el diferente criterio con que juzgan sus propias mentiras e iniquidades y las de sus enemigos, la pérdida generalizada de toda visión clara de las cosas—, tendrá que confesar que el psicoanálisis ha acertado en esas dos tesis.

Es posible que no haya sido totalmente original en ello; son muchos los pensadores y los estudiosos de lo humano que han formulado afirmaciones semejantes a estas; pero nuestra ciencia las ha elaborado detalladamente, empleándolas a la vez para descifrar muchos enigmas de la psicología.

Confío en que volveremos a vernos en tiempos mejores. Suyo cordialísimo,

Sigmund Freud





Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte

Sigmund Freud1

I- Nuestra decepción ante la guerra [1915]

ARRASTRADOS por el torbellino de esta época de guerra, sólo unilateralmente informados, a distancia insuficiente de las grandes transformaciones que se han cumplido ya o empiezan a cumplirse y sin atisbo alguno del futuro que se está estructurando, andamos descaminados en la significación que atribuimos a las impresiones que nos agobian y en la valoración de los juicios que formamos. Quiere parecernos como si jamás acontecimiento alguno hubiera destruido tantos preciados bienes comunes a la Humanidad, trastornado tantas inteligencias, entre las más claras, y rebajado tan fundamentalmente las cosas más elevadas. ¡Hasta la ciencia misma ha perdido su imparcialidad desapasionada! Sus servidores, profundamente irritados, procuran extraer de ella armas con que contribuir a combatir al enemigo.

El antropólogo declara inferior y degenerado al adversario, y el psiquiatra proclama el diagnóstico de su perturbación psíquica o mental. Pero, probablemente, sentimos con desmesurada intensidad la maldad de esta época y no tenemos derecho a compararla con la de otras que no hemos vivido.

El individuo que no ha pasado a ser combatiente, convirtiéndose con ello en una partícula de la gigantesca maquinaria guerrera, se siente desorientado y confuso. Habrá, pues, de serle grata toda indicación que le haga más fácil orientarse de nuevo, por lo menos en su interior. Entre los factores responsables de la miseria anímica que aqueja a los no combatientes, y cuya superación les plantea tan arduos problemas, quisiéramos hacer resaltar dos, a los que dedicaremos el presente ensayo: la decepción que esta guerra ha provocado y el cambio de actitud espiritual ante la muerte al que —como todas las guerras— nos ha forzado.

Cuando hablamos de una decepción ya sabe todo el mundo a la que nos referimos. No es preciso ser un fanático de la compasión; puede muy bien reconocerse la necesidad biológica y psicológica del sufrimiento para la economía de la vida humana y condenar, sin embargo, la guerra, sus medios y sus fines y anhelar su término. Nos decíamos, desde luego, que las guerras no podrían terminar mientras los pueblos vivieran en tan distintas condiciones de existencia, en tanto que la valoración de la vida individual difiera tanto de unos a otros y los odios que los separan representaran fuerzas instintivas anímicas tan poderosas. Estábamos, pues, preparados a que la Humanidad se viera aún, por mucho tiempo, envuelta en guerras entre los pueblos primitivos y los civilizados, entre las razas diferenciadas por el color de la piel e incluso entre los pueblos menos evolucionados o involucionados de Europa.

Pero de las grandes naciones de raza blanca, señoras del mundo, a las que ha correspondido la dirección de la Humanidad, a las que se sabía al cuidado de los intereses mundiales y a las cuales se deben los progresos técnicos realizados en el dominio de la Naturaleza, tanto como los más altos valores culturales, artísticos y científicos; de estos pueblos se esperaba que sabrían resolver de otro modo sus diferencias y sus conflictos de intereses.

Dentro de cada una de estas naciones se habían prescrito al individuo elevadas normas morales, a las cuales debía ajustar su conducta si quería participar en la comunidad cultural. Tales preceptos, rigurosísimos a veces, le planteaban cumplidas exigencias, una amplia autolimitación y una acentuada renuncia a la satisfacción de sus instintos. Ante todo, le estaba prohibido servirse de las extraordinarias ventajas que la mentira y el engaño procuran en la competencia con los demás. El Estado civilizado consideraba estas normas morales como el fundamento de su existencia, salía abiertamente en su defensa apenas alguien intentaba infringirlas e incluso declaraba ilícito someterlas siquiera al examen de la razón crítica. Era, pues, de suponer que él mismo quería respetarlas y que no pensaba intentar contra ellas nada que constituyera una negación de los fundamentos de su misma experiencia.

Por último, pudo observarse cómo dentro de estas naciones civilizadas había insertos ciertos restos de pueblos que eran, en general, poco gratos y a los que, por lo mismo, sólo a disgusto y con limitaciones se los admitía a participar en la obra de cultura común, para la cual se habían demostrado, sin embargo, suficientemente aptos. Pero podía creerse que los grandes pueblos mismos habían adquirido comprensión suficiente de sus elementos comunes y tolerancia bastante de sus diferencias para no fundir ya en uno solo, como sucedía en la antigüedad clásica, los conceptos de «extranjero» y «enemigo».

Confiando en este acuerdo de los pueblos civilizados, innumerables hombres se expatriaron para domiciliarse en el extranjero y enlazaron su existencia a las relaciones comerciales entre los pueblos amigos. Y aquéllos a quienes las necesidades de la vida no encadenaban constantemente al mismo lugar podían formarse, con todas las ventajas y todos los atractivos de los países civilizados, una nueva patria mayor, que recorrían sin trabas ni sospechas. Gozaban así de los mares grises y los azules, de la belleza de las montañas nevadas y las verdes praderas, del encanto de los bosques norteños y de la magnificencia de la vegetación meridional, del ambiente de los paisajes sobre los que se ciernen grandes recuerdos históricos y de la serenidad de la Naturaleza intacta.

Esta nueva patria era también para ellos un museo colmado de todos los tesoros que los artistas de la Humanidad civilizada habían creado y legado al mundo desde muchos años atrás. Al peregrinar de una en otra sala de este magno museo podían comprobar imparcialmente cuán diversos tipos de perfección habían creado la mezcla de sangres, la Historia y la peculiaridad de la madre Tierra entre sus compatriotas de la patria mundial. Aquí se había desarrollado, en grado máximo, una serena energía indomable; allá, el arte de embellecer la vida; más allá, el sentido del orden y de la ley o alguna otra de las cualidades que han hecho del hombre el dueño de la Tierra.

No olvidemos tampoco que todo ciudadano del mundo civilizado se había creado un «Parnaso» especial y una especial «Escuela de Atenas». Entre los grandes pensadores, los grandes poetas y los grandes artistas de todas las naciones había elegido aquéllos a los que creía deber más y había unido en igual veneración a los maestros de su mismo pueblo y su mismo idioma y a los genios inmortales de la Antigüedad. Ninguno de estos grandes hombres le había parecido extraño a él porque hubiera hablado otra lengua: ni el incomparable investigador de las pasiones humanas, ni el apasionado adorador de la belleza, ni el profeta amenazador, ni el ingenioso satírico, y jamás se reprochaba por ello haber renegado de su propia nación ni de su amada lengua materna.

El disfrute de la comunidad civilizada quedaba perturbado en ocasiones por voces premonitoras que recordaban cómo, a consecuencia de antiguas diferencias tradicionales, también entre los miembros de la misma eran inevitables las guerras. Voces a las que nos resistíamos a prestar oídos. Pero aun suponiendo que tal guerra llegara, ¿cómo se le representaba a uno? Como una ocasión de mostrar los progresos alcanzados por la solidaridad humana desde aquella época en que los griegos prohibieron asolar las ciudades pertenecientes a la Confederación, talar sus olivares o cortarles el agua.

Como un encuentro caballeresco que quisiera limitarse a demostrar la superioridad de una de las partes evitando en lo posible graves daños que no hubieran de contribuir a tal decisión y respetando totalmente al herido que abandona la lucha y al médico y al enfermero dedicados a su curación. Y, desde luego, con toda consideración a la población no beligerante, a las mujeres, alejadas del oficio de la guerra, y a los niños, que habrían de ser más adelante, por ambas partes, amigos y colaboradores. E igualmente, con pleno respeto a todas las empresas e instituciones internacionales en las que habían encarnado la comunidad cultural de los tiempos pacíficos.

Tal guerra habría ya integrado horrores suficientes y difíciles de soportar, pero no habría interrumpido el desarrollo de las relaciones éticas entre los elementos individuales de la Humanidad, los pueblos y los Estados.

La guerra, en la que no queríamos creer, estalló y trajo consigo una terrible decepción. No es tan sólo más sangrienta y más mortífera que ninguna de las pasadas, a causa del perfeccionamiento de las armas de ataque y defensa, sino también tan cruel, tan enconada y tan sin cuartel, por lo menos, como cualquiera de ellas. Infringe todas las limitaciones a las que los pueblos se obligaron en tiempos de paz —el llamado Derecho Internacional— y no reconoce ni los privilegios del herido y del médico, ni la diferencia entre los núcleos combatientes y pacíficos de la población, ni la propiedad privada. Derriba, con ciega cólera, cuanto le sale al paso, como si después de ella no hubiera ya de existir futuro alguno ni paz entre los hombres. Desgarra todos los lazos de solidaridad entre los pueblos combatientes y amenaza dejar tras de sí un encono que hará imposible, durante mucho tiempo, su reanudación.

Ha hecho, además, patente el fenómeno, apenas concebible, de que los pueblos civilizados se conocen y comprenden tan poco, que pueden revolverse, llenos de odio y de aborrecimiento, unos contra otros. Y el de que una de las grandes naciones civilizadas se ha hecho universalmente tan poco grata, que ha podido arriesgarse la tentativa de excluirla, como «bárbara», de la comunidad civilizada, no obstante tener demostrada, hace ya mucho tiempo, con las más espléndidas aportaciones, su íntima pertenencia a tal comunidad. Abrigamos la esperanza de que una Historia imparcial aportará la prueba de que precisamente esta nación, en cuyo idioma escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, es la que menos ha transgredido las leyes de la civilización. Pero ¿quién puede, en tiempos como éstos, erigirse en juez de su propia causa?

Los pueblos son representados hasta cierto punto por los Estados que constituyen, y estos Estados, a su vez, por los Gobiernos que los rigen. El ciudadano individual comprueba con espanto en esta guerra algo que ya vislumbró en la paz; comprueba que el Estado ha prohibido al individuo la injusticia, no porque quisiera abolirla, sino porque pretendía monopolizarla, como el tabaco y la sal. El Estado combatiente se permite todas las injusticias y todas las violencias, que deshonrarían al individuo. No utiliza tan sólo contra el enemigo la astucia permisible (ruses de guerre), sino también la mentira a sabiendas y el engaño consciente, y ello es una medida que parece superar la acostumbrada en guerras anteriores.

El Estado exige a sus ciudadanos un máximo de obediencia y de abnegación, pero los incapacita con un exceso de ocultación de la verdad y una censura de la intercomunicación y de la libre expresión de sus opiniones, que dejan indefenso el ánimo de los individuos así sometidos intelectualmente, frente a toda situación desfavorable y todo rumor desastroso. Se desliga de todas las garantías y todos los convenios que habían concertado con otros Estados y confiesa abiertamente su codicia y su ansia de poderío, a las que el individuo tiene que dar, por patriotismo, su visto bueno.

No es admisible la objeción de que el Estado no puede renunciar al empleo de la injusticia, porque tal renuncia le colocaría en situación desventajosa. También para el individuo supone una desventaja la sumisión a las normas morales y la renuncia al empleo brutal del poderío, y el Estado sólo muy raras veces se muestra capaz de compensar al individuo todos los sacrificios que de él ha exigido. No debe tampoco asombrarnos que el relajamiento de las relaciones morales entre los pueblos haya repercutido en la moralidad del individuo, pues nuestra conciencia no es el juez incorruptible que los moralistas suponen, es tan sólo, en su origen, «angustia social», y no otra cosa. Allí donde la comunidad se abstiene de todo reproche, cesa también la yugulación de los malos impulsos, y los hombres cometen actos de crueldad, malicia, traición y brutalidad, cuya posibilidad se hubiera creído incompatible con su nivel cultural.

De este modo, aquel ciudadano del mundo civilizado al que antes aludimos se halla hoy perplejo en un mundo que se le ha hecho ajeno, viendo arruinada su patria mundial, asoladas las posesiones comunes y divididos y rebajados a sus conciudadanos.

Podemos, sin embargo, someter a una consideración crítica tal decepción y hallaremos que no está, en rigor, justificada, pues proviene del derrumbamiento de una ilusión. Las ilusiones nos son gratas porque nos ahorran sentimientos displacientes y nos dejan, en cambio, gozar de satisfacciones. Pero entonces habremos de aceptar sin lamentarnos que alguna vez choquen con un trozo de realidad y se hagan pedazos.

Dos cosas han provocado nuestra decepción en esta guerra: la escasa moralidad exterior de los Estados, que interiormente adoptan el continente de guardianes de las normas morales, y la brutalidad en la conducta de los individuos de los que no se había esperado tal cosa como copartícipes de la más elevada civilización humana.

Empecemos por el segundo punto e intentemos concretar en una sola frase, lo más breve posible, la idea que queremos criticar. ¿Cómo nos representamos en realidad el proceso por el cual un individuo se eleva a un grado superior de moralidad? La primera respuesta será, quizá, la de que el hombre es bueno y noble desde la cuna. Por nuestra parte, no hemos de entrar a discutirla. Pero una segunda solución afirmará la necesidad de un proceso evolutivo y supondrá que tal evolución consiste en que las malas inclinaciones del hombre son desarraigadas en él y sustituidas, bajo el influjo de la educación y de la cultura circundante, por inclinaciones al bien. Y entonces podemos ya extrañar sin reservas que en el hombre así educado vuelva a manifestarse tan eficientemente el mal.

Ahora bien: esta segunda respuesta integra un principio que hemos de rebatir. En realidad, no hay un exterminio del mal. La investigación psicológica —o, más rigurosamente, la psicoanalítica— muestra que la esencia más profunda del hombre consiste en impulsos instintivos de naturaleza elemental, iguales en todos y tendentes a la satisfacción de ciertas necesidades primitivas. Estos impulsos instintivos no son en sí ni buenos ni malos. Los clasificamos, y clasificamos así sus manifestaciones, según su relación con las necesidades y las exigencias de la comunidad humana. Debe concederse, desde luego, que todos los impulsos que la sociedad prohíbe como malos —tomemos como representación de los mismos los impulsos egoístas y los crueles— se encuentran entre tales impulsos primitivos.

Estos impulsos primitivos recorren un largo camino evolutivo hasta mostrarse eficientes en el adulto. Son inhibidos, dirigidos hacia otros fines y sectores, se amalgaman entre sí, cambian de objeto y se vuelven en parte contra la propia persona. Ciertos productos de la reacción contra algunos de estos instintos fingen una transformación intrínseca de los mismos, como si el egoísmo se hubiera hecho compasión y la crueldad altruismo. La aparición de estos productos de la reacción es favorecida por la circunstancia de que algunos impulsos instintivos surgen casi desde el principio, formando parejas de elementos antitéticos, circunstancia singularísima y poco conocida, a la que se ha dado el nombre de ambivalencia de los sentimientos. El hecho de este género más fácilmente observable y comprensible es la frecuente coexistencia de un intenso amor y un odio intenso en la misma persona. A lo cual agrega el psicoanálisis que ambos impulsos sentimentales contrapuestos toman muchas veces también a la misma persona como objeto.

Sólo una vez superados todos estos destinos pulsionales surge aquello que llamamos el carácter de un hombre, el cual, como es sabido, sólo muy insuficientemente puede ser clasificado con el criterio de bueno o malo. El hombre es raras veces completamente bueno o malo; por lo general, es bueno en unas circunstancias y malo en otras, o bueno en unas condiciones exteriores y decididamente malo en otras. Resulta muy interesante observar que la preexistencia infantil de intensos impulsos malos es precisamente la condición de un clarísimo viraje del adulto hacia el bien. Los mayores egoístas infantiles pueden llegar a ser los ciudadanos más altruistas y abnegados; en cambio, la mayor parte de los hombres compasivos, filántropos y protectores de los animales fueron en su infancia pequeños sádicos y torturadores de cualquier animalito que se ponía a su alcance.

La transformación de las pulsiones dañinas es obra de dos factores que actúan en igual sentido, uno interior y otro exterior. El factor interior es el influjo ejercido sobre los instintos malos —egoístas— por el erotismo; esto es, por la necesidad humana de amor en su más amplio sentido. La unión de los componentes eróticos transforma los instintos egoístas en instintos sociales. El sujeto aprende a estimar el sentirse amado como una ventaja por la cual puede renunciar a otras. El factor exterior es la coerción de la educación, que representa las exigencias de la civilización circundante, y es luego continuada por la acción directa del medio civilizado.

La civilización ha sido conquistada por obra de la renuncia a la satisfacción de los instintos y exige de todo nuevo individuo la repetición de tal renuncia. Durante la vida individual se produce una transformación constante de la coerción exterior en coerción interior. Las influencias de la civilización hacen que las tendencias egoístas sean convertidas, cada vez en mayor medida, por agregados eróticos, en tendencias altruistas sociales. Puede, por último, admitirse que toda coerción interna que se hace sentir en la evolución del hombre fue tan sólo originalmente, esto es, en la historia de la Humanidad, coerción exterior.

Los hombres que nacen hoy traen ya consigo cierta disposición a la transformación de los instintos egoístas en instintos sociales como organización heredada, la cual, obediente a leves estímulos, lleva a cabo tal transformación. Otra parte de esta transformación de los instintos tiene que ser llevada a cabo en la vida misma. De este modo, el individuo no se halla tan sólo bajo la influencia de su medio civilizado presente, sino que está sometido también a la influencia de la historia cultural de sus antepasados.

Si a la aptitud que un hombre entraña para transformar los instintos egoístas, bajo la acción del erotismo, la denominamos ‘disposición a la cultura’, podremos afirmar que tal disposición se compone de dos partes: una innata y otra adquirida en la vida, y que la relación de ambas entre sí y con la parte no transformada de la vida instintiva es muy variable. En general, nos inclinamos a sobreestimar la parte innata y corremos, además, el peligro de sobreestimar también la total ‘disposición a la cultura’ en relación con la vida instintiva que ha permanecido primitiva: esto es, somos inducidos a juzgar a los hombres «mejores» de lo que en realidad son. Existe aún, en efecto, otro factor que enturbia nuestro juicio y falsea, en un sentido favorable, el resultado.

Las mociones pulsionales de otros hombres se hallan, naturalmente, sustraídos a nuestra percepción. Los deducimos de sus actos y de su conducta, los cuales referimos a motivaciones procedentes de su vida instintiva. Tal deducción yerra necesariamente en un gran número de casos. Los mismos actos «buenos», desde el punto de vista cultural, pueden proceder unas veces de motivos «nobles» y otras no. Los moralistas teóricos llaman «buenos» únicamente a aquellos actos que son manifestaciones de impulsos instintivos buenos y niegan tal condición a los demás. En cambio, la sociedad, guiada por fines prácticos, no se preocupa de tal distinción: se contenta con que un hombre oriente sus actos y su conducta conforme a los preceptos culturales y no pregunta por sus motivos.

Hemos visto que la coerción exterior que la educación y el mundo circundante ejercen sobre el hombre provoca una nueva transformación de su vida instintiva, en el sentido del bien, un viraje del egoísmo al altruismo. Pero no es ésta la acción necesaria o regular de la coerción exterior. La educación y el ambiente no se limitan a ofrecer primas de amor, sino también recompensas y castigos. Pueden hacer, por tanto, que el individuo sometido a su influjo se resuelva a obrar bien, en el sentido cultural, sin que se haya cumplido en él un ennoblecimiento de los instintos, una mutación de las tendencias egoístas en tendencias sociales.

El resultado será, en conjunto, el mismo; sólo en circunstancias especiales se hará patente que el uno obra siempre bien porque sus inclinaciones instintivas se lo imponen, mientras que el otro sólo es bueno porque tal conducta cultural provoca ventajas a sus propósitos egoístas, y sólo en tanto se las procura y en la medida en que se las procura. Pero nosotros, con nuestro conocimiento superficial del individuo, no poseeremos medio alguno de distinguir entre ambos casos, y nuestro optimismo nos inducirá seguramente a exagerar sin medida el número de los hombres transformados en un sentido cultural.

La sociedad civilizada, que exige el bien obrar, sin preocuparse del fundamento instintivo del mismo, ha ganado, pues, para la obediencia o la civilización a un gran número de hombres que no siguen en ello a su naturaleza. Animada por este éxito se ha dejado inducir a intensificar en grado máximo las exigencias morales, obligando así a sus participantes a distanciarse aún más de su disposición instintiva. Estos hombres se ven impuesta una yugulación continuada de los instintos, cuya tensión se manifiesta en singularísimos fenómenos de reacción y compensación.

En el terreno de la sexualidad, que es donde menos puede llevarse a cabo tal yugulación, se llega así a los fenómenos de reacción de las enfermedades neuróticas. La presión de la civilización en otros sectores no acarrea consecuencias patológicas, pero se manifiesta en deformaciones del carácter y en la disposición constante de los instintos inhibidos a abrirse paso, en ocasión oportuna, hasta la satisfacción. El sujeto así forzado a reaccionar permanentemente en el sentido de preceptos que no son manifestación de sus tendencias instintivas vive, psicológicamente hablando, muy por encima de sus medios y puede ser calificado, objetivamente, de hipócrita, se dé o no clara cuenta de esta diferencia, y es innegable que nuestra civilización actual favorece con extraordinaria amplitud este género de hipocresía.

Podemos arriesgar la afirmación de que se basa en ella y tendría que someterse a hondas transformaciones si los hombres resolvieran vivir con arreglo a la verdad psicológica. Hay, pues, muchos más hipócritas de la cultura que hombres verdaderamente civilizados, e incluso puede plantearse la cuestión de si una cierta medida de hipocresía cultural no ha de ser indispensable para la conservación de la cultura, puesto que la capacidad de cultura de los hombres del presente no bastaría quizá para llenar tal función. Por otro lado, la conservación de la civilización sobre tan equívoco fundamento ofrece la perspectiva de iniciar, con cada nueva generación, una más amplia transformación de los instintos, como substrato de una civilización mejor.

Las disquisiciones que preceden nos procuran ya el consuelo de comprobar que nuestra indignación y nuestra dolorosa decepción ante la conducta incivilizada de nuestros conciudadanos mundiales son injustificadas en esta guerra. Se basan en una ilusión a la que nos habíamos entregado. En realidad, tales hombres no han caído tan bajo como temíamos, porque tampoco se habían elevado tanto como nos figurábamos. El hecho de que los pueblos y los Estados infringieran, unos para con otros, las limitaciones morales, ha sido para los hombres un estímulo comprensible a sustraerse por algún tiempo al agobio de la civilización y permitir una satisfacción pasajera a sus instintos retenidos. Y con ello no perdieron, probablemente, su moralidad relativa dentro de su colectividad nacional.

Pero aún podemos penetrar más profundamente en la comprensión de la mudanza que la guerra ha provocado en nuestros antiguos compatriotas y al intentarlo así hallamos algo que nos aconseja no hacernos reos de injusticia para con ellos. En efecto, las evoluciones anímicas integran una peculiaridad que no presenta ningún otro proceso evolutivo. Cuando una aldea se hace ciudad o un niño se hace hombre, la aldea y el niño desaparecen absorbidos por la ciudad y por el hombre. Sólo el recuerdo puede volver a trazar los antiguos rasgos en la nueva imagen; en realidad, los materiales o las formas anteriores han sido desechados y sustituidos por otros nuevos. En una evolución anímica sucede muy otra cosa. A falta de términos de comparación, nos limitaremos a afirmar que todo estadio evolutivo anterior persiste al lado del posterior surgido de él; la sucesión condiciona una coexistencia, no obstante ser los mismos los materiales en los que se ha desarrollado toda la serie de mutaciones.

El estado anímico anterior pudo no haberse manifestado en muchos años; a pesar de ello, subsiste, ya que en cualquier momento puede llegar a ser de nuevo forma expresiva de las fuerzas anímicas, y precisamente la única, como si todas las evoluciones ulteriores hubieran quedado anuladas o deshechas. Esta plasticidad extraordinaria de las evoluciones anímicas no es, sin embargo, ilimitada; podemos considerarla como una facultad especial de involución —de regresión—, pues sucede, a veces, que un estadio evolutivo ulterior y superior que fue abandonado no puede ya ser alcanzado de nuevo. Pero los estados primitivos pueden siempre ser reconstituidos; lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero.

Las llamadas enfermedades mentales tienen que despertar en el profano la impresión de que la vida mental e intelectual ha quedado destruida. En realidad, la destrucción atañe tan sólo a adquisiciones y evoluciones ulteriores. La esencia de la enfermedad mental consiste en el retorno a estados anteriores de la vida afectiva y de la función. El estado de reposo al que aspiramos todas las noches nos ofrece un excelente ejemplo de plasticidad de la vida anímica. Desde que hemos aprendido a traducir incluso los sueños más absurdos y confusos, sabemos que al dormirnos nos despojamos de nuestra moralidad, tan trabajosamente adquirida, como de un vestido, y sólo al despertar volvemos a envolvernos en ella. Este desnudamiento es, naturalmente, innocuo, ya que el dormir nos paraliza y nos condena a la inactividad. Sólo los sueños pueden darnos noticia de la regresión de nuestra vida afectiva a uno de los primeros estadios evolutivos. Así, por ejemplo, resulta singular que todos nuestros sueños sean regidos por motivos puramente egoístas.

Uno de mis amigos ingleses sostenía una vez esta afirmación en una reunión científica en América, y una de las señoras presentes le objetó que tal cosa sucedería quizá en Austria, pero que de sí misma y de sus conocidos podía afirmar que también en los sueños ellos eran altruistas. Mi amigo, aun cuando pertenecía también a la raza inglesa, rechazó enérgicamente la objeción, fundado en su experiencia personal en el análisis de los sueños. En éstos, las damas de elevados pensamientos americanas son tan egoístas como las austríacas.

Así, pues, la transformación de los instintos, sobre la cual reposa nuestra capacidad de civilización, puede quedar anulada de un modo temporal o permanente. Desde luego, las influencias emanadas de la guerra cuentan entre aquellos poderes que pueden provocar una tal involución, por lo cual no nos es lícito negar a todos aquellos que hoy se conducen como seres incivilizados la disposición a la cultura, y podemos esperar que sus instintos volverán a ennoblecerse en tiempos más serenos.

Pero hemos descubierto también en nuestros conciudadanos mundiales otro síntoma que no nos ha sorprendido y asustado menos que su descenso tan dolorosamente sentido, de la altura ética que habían alcanzado. Nos referimos a la falta de penetración que se revela en los mejores cerebros, a su cerrazón y su impermeabilidad a los más vigorosos argumentos y a su credulidad, exenta de crítica, para las afirmaciones más discutibles. Todo esto compone, desde luego, un cuadro tristísimo, y queremos hacer constar que no vemos —como lo haría un ciego partidario— todos los defectos intelectuales en uno sólo de los dos lados. Pero este fenómeno es aún más fácil de explicar y menos alarmante que el anteriormente discutido.

Los psicólogos y los filósofos nos han enseñado, hace ya mucho tiempo, que hacemos mal en considerar nuestra inteligencia como una potencia independiente y prescindir de su dependencia de la vida sentimental. Nuestro intelecto sólo puede laborar correctamente cuando se halla sustraído a la acción de intensos impulsos emocionales; en el caso contrario, se conduce simplemente como un instrumento en manos de una voluntad y produce el resultado que esta última le encarga. Así, pues, los argumentos lógicos serían impotentes contra los intereses afectivos, y por eso controversias apoyadas en razones —las cuales, según Falstaff, son tan comunes como las zarzamoras— es tan estéril en el mundo de los intereses.

La experiencia psicoanalítica ha subrayado enérgicamente esta afirmación. Puede mostrar, a cada paso, que los hombres más inteligentes se conducen de pronto ilógicamente, como deficientes mentales, en cuanto el conocimiento exigido tropieza en ellos con una resistencia sentimental, si bien recobran luego todo su entendimiento una vez superada tal resistencia. La ceguera lógica que esta guerra ha provocado en los mejores de nuestros conciudadanos del mundo es, pues, un fenómeno secundario, una consecuencia de la excitación sentimental, y es de esperar que esté destinado a desaparecer con ella, por ahora, los pueblos obedecen mucho más a sus pasiones que a sus intereses. Cuando más, se sirven de sus intereses para racionalizar sus pasiones; anteponen sus intereses a fin de poder dar razones para la satisfacción de sus pasiones. Por qué las colectivas individualidades, las naciones, se desprecian, se odian y se aborrecen unas a otras, incluso también en tiempos de paz, es, desde luego, enigmático. Por lo menos, para mí. En este caso sucede precisamente como si todas las conquistas morales de los individuos se perdieran al diluirse en una mayoría de los hombres o incluso tan sólo en unos cuantos millones, y sólo perdurasen las actitudes anímicas más primitivas, las más antiguas y más rudas. Estas lamentables circunstancias serán, quizá, modificadas por evoluciones posteriores. Pero un poco más de veracidad y de sinceridad en las relaciones de los hombres entre sí y con quienes los gobiernan deberían allanar el camino hacia tal transformación.

II. Nuestra actitud ante la muerte

EL segundo factor del cual deduzco que hoy nos sentimos desorientados en este mundo, antes tan bello y familiar, es la perturbación de la actitud que hasta ahora veníamos observando ante la muerte.

Esta actitud no era sincera. Nos pretendíamos dispuestos a sostener que la muerte era el desenlace natural de toda vida, que cada uno de nosotros era deudor de una muerte a la Naturaleza y debía hallarse preparado a pagar tal deuda, y que la muerte era cosa natural, indiscutible e inevitable. Pero, en realidad, solíamos conducirnos como si fuera de otro modo. Mostramos una patente inclinación a prescindir de la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado silenciarla e incluso decimos, con frase proverbial, que pensamos tan poco en una cosa como en la muerte. Como en nuestra muerte, naturalmente. La muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores. Así, la escuela psicoanalítica ha podido arriesgar el aserto de que, en el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que es lo mismo, que en lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad.

En cuanto a la muerte de los demás, el hombre civilizado evitará cuidadosamente hablar de semejante posibilidad cuando el destinado a morir puede oírle. Sólo los niños infringen esta restricción y se amenazan sin reparo unos a otros con las probabilidades de morir, e incluso llegan a enfrentar con la muerte a una persona amada, diciéndole por ejemplo: «Querida mamá, cuando te mueras, yo haré esto o lo otro». El adulto civilizado no acogerá gustoso entre sus pensamientos el de la muerte de otra persona, sin tacharse de insensibilidad o de maldad, a menos que su profesión de médico o abogado, etc., le obligue a tenerla en cuenta. Y mucho menos se permitirá pensar en la muerte de otro cuando tal suceso comporte para él una ventaja en libertad, fortuna o posición social. Naturalmente, esta delicadeza nuestra no evita las muertes, pero cuando éstas llegan nos sentimos siempre hondamente conmovidos y como defraudados en nuestras esperanzas.

Acentuamos siempre la motivación casual de la muerte, el accidente, la enfermedad, la infección, la ancianidad, y delatamos así nuestra tendencia a rebajar a la muerte de la categoría de una necesidad a la de un simple azar. Una acumulación de muerte nos parece siempre algo sobremanera espantoso. Ante el muerto mismo adoptamos una actitud singular, como de admiración a alguien que ha llevado a cabo algo muy difícil. Le eximimos de toda crítica; le perdonamos, eventualmente, todas sus faltas, disponemos que de mortuis nil nisi bonum, y hallamos justificado que en la oración fúnebre y en la inscripción sepulcral se le honre y ensalce. La consideración al muerto —que para nada la necesita— está para nosotros por encima de la verdad, y para la mayoría de nosotros, seguramente también por encima de la consideración a los vivos.

Esta actitud convencional del hombre civilizado ante la muerte queda complementada por nuestro derrumbamiento espiritual cuando la muerte ha herido a una persona amada, el padre o la madre, el esposo o la esposa, un hijo, un hermano o un amigo querido. Enterramos con ella nuestras esperanzas, nuestras aspiraciones y nuestros goces; no queremos consolarnos y nos negamos a toda sustitución del ser perdido. Nos conducimos entonces como los ‘asras’, que mueren cuando mueren aquéllos a quienes aman.

Esta actitud nuestra ante la muerte ejerce, empero, una poderosa influencia sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la puesta máxima en el juego de la vida, esto es, la vida misma, no debe ser arriesgada. Se hace entonces tan sosa y vacía como un flirt americano, del cual se sabe desde un principio que a nada habrá de conducir, a diferencia de una intriga amorosa continental de la cual los dos protagonistas han de tener siempre presente la posibilidad de graves consecuencias. Nuestros lazos sentimentales, la intolerable intensidad de nuestra pena, nos inclinan a rehuir nosotros y a evitar a los nuestros todo peligro. Excluimos así de la vida toda una serie de empresas, peligrosas desde luego, pero inevitables, tales como las incursiones aéreas, las expediciones a tierras lejanas y los experimentos con sustancias explosivas. Nos paraliza la preocupación de quién sustituirá al hijo al lado de la madre, al esposo junto a la esposa y al padre para con los hijos, si sucediere una desgracia. La tendencia a excluir la muerte de la cuenta de la vida trae consigo otras muchas renuncias y exclusiones. Y, sin embargo, el lema de la Confederación hanseática reza: Navigare necesse est, vivere non necesse! (Navegar es necesario; no es necesario vivir.)

Entonces habrá de suceder que buscaremos en la ficción, en la literatura y en el teatro una sustitución de tales renuncias. En estos campos encontramos aún hombres que saben morir e incluso matar a otros. Sólo en ellos se nos cumple también la condición bajo la cual podríamos reconciliarnos con la muerte; esto es, la de que detrás de todas las vicisitudes de la vida conservásemos todavía otra vida intangible. Es demasiado triste que en la vida pueda pasar como en el ajedrez, en el cual una mala jugada puede forzarnos a dar por perdida la partida, con la diferencia de que en la vida no podemos empezar luego una segunda partida de desquite. En el campo de la ficción hallamos aquella pluralidad de vidas que nos es precisa. Morimos en nuestra identificación con el protagonista, pero le sobrevivimos y estamos dispuestos a morir otra vez, igualmente indemnes, con otro protagonista.

Es evidente que la guerra tiene que aventar esta consideración convencional de la muerte. La muerte no se deja ya negar; tenemos que creer en ella. Los hombres mueren de verdad, y no ya aisladamente sino muchos, decenas de millares, y a veces, en un día. Y no es ya tampoco una casualidad. Desde luego, parece todavía casual que una bala hiera al uno o al otro; pero la acumulación pone un término a la impresión de casualidad. La vida se ha hecho de nuevo interesante; ha recibido de nuevo su pleno contenido.

En este punto habríamos de establecer una división en dos grupos, separando a aquellos que dan su vida en el combate de aquellos otros que han permanecido en casa y sólo sufren el temor de perder a algún ser querido, por herida, enfermedad o infección. Sería, ciertamente, muy interesante estudiar las transformaciones que se cumplen en la psicología de los combatientes, pero los datos que sobre ello poseo son muy escasos. Habré, pues, de limitarme al segundo grupo, al que yo mismo pertenezco. Ya he dicho que a mi juicio nuestra desorientación actual y la parálisis de nuestra capacidad funcional tiene su origen en la imposibilidad de mantener la actitud que veníamos observando ante la muerte, sin que hasta ahora hayamos encontrado otra nueva. Quizá podamos lograrlo orientando nuestra investigación psicológica hacia otras dos actitudes ante la muerte: hacia aquella que podemos atribuir al hombre primordial, al hombre de la Prehistoria, y hacia aquella otra que se ha conservado en todos nosotros, pero escondida e invisible para nuestra consciencia, en estratos profundos de nuestra vida anímica.

Desde luego, nuestro conocimiento de la actitud del hombre prehistórico ante la muerte se deriva tan sólo de inducciones e hipótesis; pero, a mi juicio, tales medios nos procuran datos suficientemente seguros.

Tal actitud fue harto singular. Nada unitaria, más bien plagada de contradicciones. Por un lado, el hombre primordial tomó en serio la muerte, la reconoció como supresión de la vida y se sirvió de ella en este sentido; mas por otro, hubo de negarla y la redujo a la nada. Esta contradicción se hizo posible por cuanto el hombre primordial adoptó ante la muerte de los demás, el extraño o el enemigo, una actitud radicalmente distinta de la que adoptó ante la suya propia. La muerte de los demás le era grata; suponía el aniquilamiento de algo odiado, y el hombre primordial no tenía reparo alguno en provocarla. Era, por cierto, un ser extraordinariamente apasionado, más cruel y más perverso que otros animales. Se complacía en matar, considerándolo como cosa natural. No tenemos por qué atribuirle el instinto que impide a otros animales matar a seres de su misma especie y devorarlos.

En la historia primordial de la Humanidad domina, en efecto, la muerte violenta. Todavía hoy, la Historia Universal que nuestros hijos estudian no es en lo esencial, más que una serie de asesinatos de pueblos. El oscuro sentimiento de culpabilidad que pesa sobre la Humanidad desde los tiempos primitivos, y que en algunas religiones se ha condensado en la hipótesis de una culpa primaria, de un pecado original, no es probablemente más que la manifestación de una culpa de sangre que el hombre primordial echó sobre sí.

En mi libro Tótem y tabú, siguiendo las indicaciones de W. Robertson Smith, Atkinson y Darwin, he intentado inferir la naturaleza de esta culpa primaria y opino que todavía la doctrina cristiana actual nos hace posible inducirla. Si el Hijo de Dios tuvo que sacrificar su vida para redimir a la Humanidad del pecado original, este pecado tuvo que ser, según la ley del Talión, una muerte, un asesinato. Sólo esto podía exigir como penitencia el sacrificio de una vida. Y si el pecado original fue una culpa contra Dios Padre, el crimen más antiguo de la Humanidad tuvo que ser un parricidio, la muerte del padre primordial de la primitiva horda humana, cuya imagen mnémica fue transfigurada en divinidad.

La muerte propia era, seguramente, para el hombre primordial, tan inimaginable e inverosímil como todavía hoy para cualquiera de nosotros. Pero a él se le planteaba un caso en el que convergían y chocaban las dos actitudes contradictorias ante la muerte, y este caso adquirió gran importancia y fue muy rico en lejanas consecuencias. Sucedió cuando el hombre primordial vio morir a alguno de sus familiares, su mujer, su hijo o su amigo, a los que amaba, seguramente como nosotros a los nuestros, pues el amor no puede ser mucho más joven que el impulso asesino. Hizo entonces, en su dolor, la experiencia de que también él mismo podía morir, y todo su ser se rebeló contra ello; cada uno de aquellos seres amados era, en efecto, un trozo de su propio y amado yo. Mas, por otro lado, tal muerte le era, sin embargo, grata, pues cada una de las personas amadas integraban también algo ajeno y extraño a él. La ley de la ambivalencia de los sentimientos, que aún domina hoy en día nuestras relaciones sentimentales con las personas que nos son amadas, regía más ampliamente en los tiempos primitivos. Y así, aquellos muertos amados eran, sin embargo, también extraños y enemigos que habían despertado en él sentimientos enemigos.

Los filósofos han afirmado que el enigma intelectual que la imagen de la muerte planteaba al hombre primordial hubo de forzarle a reflexionar, y fue así el punto de partida de toda reflexión. A mi juicio, los filósofos piensan en este punto demasiado filosóficamente, no toman suficientemente en consideración los motivos primariamente eficientes. Habremos, pues, de limitar y corregir tal afirmación. Ante el cadáver del enemigo vencido, el hombre primordial debió de saborear su triunfo, sin encontrar estímulo alguno a meditar sobre el enigma de la vida y la muerte. Lo que dio su primer impulso a la investigación humana no fue el enigma intelectual, ni tampoco cualquier muerte, sino el conflicto sentimental emergente a la muerte de seres amados, y, sin embargo, también extraños y odiados. De este conflicto sentimental fue del que nació la Psicología. El hombre no podía ya mantener alejada de sí la muerte, puesto que la había experimentado en el dolor por sus muertos; pero no quería tampoco reconocerla, ya que le era imposible imaginarse muerto. Llegó, pues, a una transacción: admitió la muerte también para sí, pero le negó la significación de su aniquilamiento de la vida, cosa para la cual le habían faltado motivos a la muerte del enemigo.

Ante el cadáver de la persona amada, el hombre primordial inventó los espíritus, y su sentimiento de culpabilidad por la satisfacción que se mezclaba a su duelo hizo que estos espíritus primigenios fueran perversos demonios, a los cuales había que temer. Las transformaciones que la muerte acarrea le sugirieron la disociación del individuo en un cuerpo y una o varias almas, y de este modo su ruta mental siguió una trayectoria paralela al proceso de desintegración que la muerte inicia. El recuerdo perdurable de los muertos fue la base de la suposición de otras existencias y dio al hombre la idea de una supervivencia después de la aparente muerte.

Estas existencias posteriores fueron sólo al principio pálidos apéndices de aquella que la muerte cerraba; fueron existencias espectrales, vacías y escasamente estimadas hasta épocas muy posteriores. Recordemos lo que el alma de Aquiles responde a Ulises:

«Preferiría labrar la tierra como jornalero, ser un hombre necesitado, sin patrimonio ni bienestar propio, a reinar sobre la muchedumbre desesperanzada de los muertos». (Odisea, XI, 484-491.)

O en la vigorosa versión, amargamente parodística, de Heinrich Heine:

«El más insignificante filisteo vivo de Stuckert junto al Neckar, es mucho más feliz que yo, el pélida, el héroe muerto, el príncipe de las sombras del Averno».

Sólo más tarde consiguieron las religiones presentar esta existencia póstuma como la más valiosa y completa, y rebajar la vida terrenal a la categoría de una mera preparación. Y, consecuentemente, se prolongó también la vida en el pretérito, inventándose las existencias anteriores, la transmigración de las almas y la reencarnación, todo ello con la intención de despojar a la muerte de su significación de término de la existencia. Tan tempranamente empezó ya la negación de la muerte, negación a la cual hemos calificado de actitud convencional y cultural.

Ante el cadáver de la persona amada nacieron no sólo la teoría del alma, la creencia en la inmortalidad y una poderosa raíz del sentimiento de culpabilidad de los hombres, sino también los primeros mandamientos éticos. El mandamiento primero y principal de la conciencia alboreante fue: «No matarás». El cual surgió como reacción contra la satisfacción del odio, oculta detrás de la pena por la muerte de las personas amadas, y se extendió paulatinamente al extraño no amado, y, por último, también al enemigo.

En este último caso, el «no matarás» no es ya percibido por el hombre civilizado. Cuando la cruenta lucha actual haya llegado a decisión, cada uno de los combatientes victoriosos retornará alegremente a su hogar, al lado de su mujer y de sus hijos, sin que conturbe su ánimo el pensamiento de los enemigos que ha matado peleando cuerpo a cuerpo o con las armas de largo alcance. Es de observar que los pueblos primitivos aún subsistentes, los cuales se hallan desde luego más cerca que nosotros del hombre primitivo, se conducen en este punto muy de otro modo o se han conducido en tanto que no experimentaron la influencia de nuestra civilización. El salvaje —australiano, bosquimano o habitante de la Tierra del Fuego— no es en modo alguno un asesino sin remordimientos. Cuando regresa vencedor de la lucha no le es lícito pisar su poblado, ni acercarse a su mujer, hasta haber expiado sus homicidios guerreros con penitencias a veces muy largas y penosas. Las razones de esta superstición no son difíciles de puntualizar: el salvaje teme aún la venganza del espíritu del muerto. Pero los espíritus de los enemigos muertos no son más que la expresión de los remordimientos del matador; detrás de esta superstición se oculta una sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido.

Aquellas almas piadosas que quisieran sabernos apartados de todo contacto con lo malo y lo grosero deducirán, seguramente, de la temprana aparición y la energía de la prohibición de matar, conclusiones satisfactorias sobre la fuerza de los impulsos éticos innatos en nosotros. Desgraciadamente, este argumento constituye una prueba aún más decisiva en contrario. Una prohibición tan terminante sólo contra un impulso igualmente poderoso puede alzarse. Lo que ningún alma humana desea no hace falta prohibirlo; se excluye automáticamente. Precisamente la acentuación del mandamiento «No matarás» nos ofrece la seguridad de que descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre. Las aspiraciones éticas de los hombres, de cuya fuerza e importancia no hay por qué dudar, son una adquisición de la historia humana y han llegado a ser luego, aunque por desgracia en medida muy variable, propiedad heredada de la Humanidad actual.

Dejemos ahora al hombre primitivo y volvámonos hacia lo inconsciente de nuestra propia vida anímica. Con ello entramos de lleno en el terreno de la investigación psicoanalítica, único método que alcanza tales profundidades. Preguntamos: ¿Cómo se conduce nuestro inconsciente ante el problema de la muerte? La respuesta ha de ser: Casi exactamente lo mismo que el hombre primitivo. En este aspecto, como en muchos otros, el hombre prehistórico pervive inmutable en nuestro inconsciente. Así, pues, nuestro inconsciente no cree en la propia muerte, se conduce como si fuera inmortal. Lo que llamamos nuestro inconsciente —los estratos más profundos de nuestra alma, constituidos por impulsos instintivos— no conoce, en general, nada negativo, ninguna negación —las contradicciones se funden en él— y, por tanto, no conoce tampoco la muerte propia, a la que sólo podemos dar un contenido negativo. En consecuencia, nada instintivo favorece en nosotros la creencia en la muerte. Quizá sea éste el secreto del heroísmo.

El fundamento racional del heroísmo reposa en el juicio de que la vida propia no puede ser tan valiosa como ciertos bienes abstractos y generales. Pero, a mi entender, lo que más frecuentemente sucede es que el heroísmo instintivo e impulsivo prescinde de tal motivación y menosprecia el peligro diciéndose sencillamente: «No puede pasarme nada» como en la comedia de Anzengruber «Steinklopferhanns». O en todo caso, la motivación indicada sirve tan sólo para desvanecer las preocupaciones que podrían inhibir la reacción heroica correspondiente a lo inconsciente. El miedo a la muerte, que nos domina más frecuentemente de lo que advertimos, es, en cambio, algo secundario, procedente casi siempre del sentimiento de culpabilidad.

Por otro lado, aceptamos la muerte cuando se trata de un extraño o un enemigo, y los destinamos a ella tan gustosos y tan sin escrúpulos como el hombre primordial. En este punto aparece, sin embargo, una diferencia que habremos de considerar decisiva en la realidad. Nuestro inconsciente no lleva al asesinato se limita a pensarlo y desearlo. Pero sería equivocado rebajar con exceso esta realidad psíquica, por comparación con la realidad del hecho. Es, en efecto, harto importante y trae consigo graves consecuencias. Nuestros impulsos instintivos suprimen constantemente a todos aquellos que estorban nuestro camino, nos han ofendido o nos han perjudicado. La exclamación «¡Así se lo lleve el diablo!», que tantas veces acude a nuestros labios como una broma con la que encubrimos nuestro mal humor, y que, en realidad, quiere decir «¡Así se lo lleve la muerte!», es, en nuestro inconsciente, un serio y violento deseo de muerte. Nuestro inconsciente asesina, en efecto, incluso por pequeñeces. Como la antigua ley draconiana de Atenas, no conoce, para toda clase de delitos, más pena que la de muerte, y ello con una cierta lógica, ya que todo daño inferido a nuestro omnipotente y despótico yo es, en el fondo, un crimen laesae majestatis.

Así, pues, también nosotros mismos juzgados por nuestros impulsos instintivos, somos, como los hombres primitivos, una horda de asesinos. Por fortuna tales deseos no poseen la fuerza que los hombres de los tiempos primitivos les atribuían aún, de otro modo la Humanidad, los hombres más excelsos y sabios y las mujeres más amorosas y bellas juntos al resto habría perecido hace ya mucho tiempo, víctima de las maldiciones recíprocas.

Estas tesis que el psicoanálisis formula atrae sobre ella la incredulidad de los profanos, que la rechazan como una simple calumnia insostenible ante los asertos de la consciencia, y se las arreglan hábilmente para dejar pasar inadvertidos los pequeños indicios con los que también lo inconsciente suele delatarse a la consciencia. No estará, por tanto, fuera de lugar hacer constar que muchos pensadores, en cuyas opiniones no pudo haber influido el psicoanálisis, han denunciado claramente la disposición de nuestros pensamientos secretos a suprimir cuanto supone un obstáculo en nuestro camino, con un absoluto desprecio a la prohibición de matar. Un solo ejemplo, que se ha hecho famoso bastará:

En Le père Goriot alude Balzac a un pasaje de Juan Jacobo Rousseau, en el cual se pregunta al lector qué haría si, con sólo un acto de su voluntad, sin abandonar París ni, desde luego, ser descubierto, pudiera hacer morir en Pekín a un viejo mandarín, cuya muerte habría de aportarle grandes ventajas. Y deja adivinar que no considera nada segura la vida del anciano dignatario. La frase tuer son mandarin ha llegado a ser proverbial como designación de tal disposición secreta, latente aún en los hombres de hoy.

Hay también toda una serie de anécdotas e historietas cínicas que testimonian en igual sentido. Así, la del marido que dice a su mujer: «Cuando uno de nosotros muera, yo me iré a vivir a París». Estos chistes cínicos no serían posibles si no tuvieran que comunicar una verdad negada y que no nos es lícito reconocer como tal cuando es expuesta en serio y sin velos. Sabido es que en broma se puede decir todo, hasta la verdad. Como al hombre primitivo, también a nuestro inconsciente se le presenta un caso en el que las dos actitudes opuestas ante la muerte, chocan y entran en conflicto, la que la reconoce como aniquilamiento de la vida y la que la niega como irreal. Y este caso es el mismo que en la época primitiva: la muerte o el peligro de muerte de una persona amada, el padre o la madre, el esposo o la esposa, un hermano, un hijo o un amigo querido. Estas personas son para nosotros, por un lado, un patrimonio íntimo, partes de nuestro propio yo; pero también son, por otro lado, parcialmente, extraños o incluso enemigos. Todos nuestros cariños, hasta los más íntimos y tiernos, entrañan, salvo en contadísimas situaciones, un adarme de hostilidad que puede estimular al deseo inconsciente de muerte. Pero de esta ambivalencia no nacen ya, como en tiempos remotos, el animismo y la ética, sino la neurosis, la cual nos permite también adentrarnos muy hondamente en la vida psíquica normal.

Los médicos que practicamos el tratamiento psicoanalítico nos hemos, así, enfrentado muy frecuentemente con el síntoma de una preocupación exacerbada por el bien de los familiares del sujeto, o con autorreproches totalmente infundados, consecutivos a la muerte de una persona amada. El estudio de estos casos no nos ha dejado lugar a dudas en cuanto a la difusión y la importancia de los deseos inconscientes de muerte.

Al profano le horroriza la posibilidad de tales sentimientos, y da a esta repugnancia el valor de un motivo legítimo para acoger con incredulidad las afirmaciones del psicoanálisis. A mi juicio, sin fundamento alguno. Nuestra tesis no apunta a rebajar la vida afectiva ni tiene, en modo alguno, consecuencia tal. Tanto nuestra inteligencia como nuestro sentimiento se resisten, desde luego, a acoplar de esta suerte el amor y el odio; pero la Naturaleza, laborando con este par de elementos antitéticos, logra conservar siempre despierto y lozano el amor para asegurarlo contra el odio, al acecho siempre detrás de él. Puede decirse que las más bellas floraciones de nuestra vida amorosa las debemos a la reacción contra los impulsos hostiles que percibimos en nuestro fuero interno.

En resumen: nuestro inconsciente es tan inaccesible a la idea de la muerte propia, tan sanguinario contra los extraños y tan ambivalente en cuanto a las personas queridas, como lo fue el hombre primordial. ¡Pero cuánto nos hemos alejado de este estado primitivo en nuestra actitud cultural y convencional ante la muerte!

No es difícil determinar la actuación de la guerra sobre esta dicotomía. Nos despoja de las superposiciones posteriores de la civilización y deja de nuevo al descubierto al hombre primitivo que en nosotros alienta. Nos obliga de nuevo a ser héroes que no pueden creer en su propia muerte; presenta a los extraños como enemigos a los que debemos dar o desear la muerte, y nos aconseja sobreponernos a la muerte de las personas queridas. Pero acabar con la guerra es imposible; mientras las condiciones de existencia de los pueblos sean tan distintas, y tan violentas las repulsiones entre ellos, tendrá que haber guerras. Y entonces surge la interrogación. ¿No deberemos acaso ser nosotros los que cedamos y nos adaptemos a ella? ¿No habremos de confesar que con nuestra actitud civilizada ante la muerte nos hemos elevado una vez más muy por encima de nuestra condición y deberemos, por tanto, renunciar a la mentira y declarar la verdad? ¿No sería mejor dar a la muerte, en la realidad y en nuestros pensamientos, el lugar que le corresponde y dejar volver a la superficie nuestra actitud inconsciente ante la muerte, que hasta ahora hemos reprimido tan cuidadosamente?

Esto no parece constituir un progreso, sino más bien, en algunos aspectos, una regresión; pero ofrece la ventaja de tener más en cuenta la verdad y hacer de nuevo más soportable la vida. Soportar la vida es, y será siempre, el deber primero de todos los vivientes. La ilusión pierde todo valor cuando nos lo estorba.

Recordamos la antigua sentencia Si vis pacem, para bellum. Si quieres conservar la paz, prepárate para la guerra.

Sería de actualidad modificarlo así: Si vis vitam, para morten. Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte.